Confianza. Es la que tienen los habitantes de Manhattan cada vez que deben cruzar una de sus atestadas calles. A pesar de que sus conductores –especialmente los de taxi– parecen haber manejado en Lima en otra vida, basta que el semáforo les dé el pase para que los peatones se lancen sobre la pista, casi sin mirar. Saben que solo a un conductor orate se le ocurriría meterles el carro o apurarlos a punta de bocinazos. Claro, viven en Nueva York, no en nuestro querido Perú.
Para quien está acostumbrado a torear combis, station wagons y 4x4 hasta en el cruce más inofensivo, resulta una experiencia extraña. Estuve allí hace tres semanas. Creo que era el único que cruzaba la pista mirando para todos lados.
La gente confía cuando sabe que, a pesar de sus imperfecciones, el sistema funciona, el principio de autoridad se respeta. Tiene claro que las convenciones responden a un simple pero determinante fin: ordenar sus vidas, hacerlos civilizados, impedir que vivan en una jungla. No en Lima, claro.
¿Qué hacemos cuando quienes están llamados a garantizar el cumplimiento de la ley, a brindarnos seguridad son quienes menos confianza generan?
Hagamos un pequeño ejercicio: ¿qué es lo primero que ha pensado cuando un policía lo ha parado en la calle o le ha pedido que detenga su auto?
La encuesta publicada por El Comercio-Ipsos es bastante cruda. Preguntados sobre qué sentimientos le genera un policía, un 66% de limeños dijo que desconfianza; un 52%, temor; y 54%, vergüenza. Solo 38% menciona seguridad; 30%, admiración; y 27%, confianza.
El jefe de la región Callao, general PNP José Figueroa, cree que la desconfianza empezó a crecer en los 80, cuando la policía abandonó las calles y se recluyó en las comisarías ante el avance del terrorismo. El sociólogo Gonzalo Portocarrero dice que la imagen policial se ha visto afectada por una serie de estereotipos negativos que han sido “interiorizados” por las personas.
Lo cierto es que para remediar esta desconfianza no solo se requieren mayores recursos y equipamiento, además de la expulsión de toda traza de corrupción. Hace falta una reconstrucción de la institucionalidad, convertir a la organización policial en un ente moderno y funcional. No es suficiente que la gente sienta que hay resultados en la lucha contra la delincuencia, sino también que el propio agente se sienta respaldado en sus acciones y vuelva a sentirse orgulloso de pertenecer a la policía.
¿Y qué hacemos cuando el alcalde de Lima tiene un abrumador 66% de respaldo, pese a que un 62% considera que se beneficia de los recursos públicos destinados a obras?
Pues dejar de culpar a los demás de las desgracias que vivimos. Nuestro caos, nuestros males son fruto de esa desconcertante bipolaridad.