Lo que subleva del crimen de Solsiret Rodríguez es la indolencia. Otra vez policías negligentes, desganados, que rechazan una denuncia con argumentos ridículos. En este caso, adujeron que la víctima no había desaparecido, sino que había dejado su hogar porque “seguro que se fue con otro” o “estaba cansada de cuidar a su hija”. El desinterés de la fiscalía ahondó más el drama de una familia destrozada, que por más de tres años estuvo buscando una respuesta a su clamor de justicia.
¿Pero cuántas veces hemos escuchado esas explicaciones absurdas? El desprecio hacia el ciudadano en las comisarías pareciera formar parte de los manuales policiales. Los casos de agentes que tratan con desprecio a los denunciantes, mientras los atienden como si les estuvieran haciendo un favor, son pan de cada día. ¡Y las explicaciones que utilizan! Cada cual más irritante, todo con el único afán de no cumplir con su trabajo.
El policía es un servidor público. Su jefe no es el comisario o el Ministro del Interior, sino usted, yo, nuestros vecinos. Su trabajo es darnos seguridad, no tratarnos como si fuéramos la última rueda del coche.
Más que una reestructuración, la policía necesita refundarse. No basta con afinar sus procesos internos o dotarlos de más recursos. Esa ausencia de sensibilidad denota un problema cultural. En lugar de “el honor es su divisa”, que era la frase con que se identificaba la antigua guardia civil, debería adoptar como lema “ponerse en los zapatos del otro”. A ver si se sinceran.