(Foto: GEC)
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Pedro Ortiz Bisso

Las tragedias hacen visibles a los miserables. La muerte de Solsiret Rodríguez ha mostrado la peor cara de la policía y del Ministerio Público, también las de aquellos que han querido denostar la causa feminista por la supuesta cercanía a la misma de Andrea Aguirre Concha, la presunta homicida.

Manipular los hechos para ponerlos al servicio de una ideología particular no solo es perverso, sino que raya con lo enfermizo. Muestra un desprecio total hacia la memoria de la víctima, el dolor de sus deudos y la defensa de los derechos de los más vulnerables.

Porque la muerte de Solsiret ha puesto de manifiesto nuevamente eso: la vulnerabilidad en que se encuentra la mujer. No solo se la maltrata y agrede, de palabra y de hecho, tampoco se cree en ella.

Y cuando se atenta contra su vida y se busca apoyo de las autoridades, a cambio se reciben indiferencia, dudas y sandeces del estilo: “seguramente se habrá ido con otro”, “estaba con la cabeza caliente” o “ya se cansó de cuidar a sus hijos”.

Solo en enero de este año, se ha denunciado en distintas comisarías del país la desaparición de 58 mujeres. Si de los 166 feminicidios registrados el año pasado, 16 fueron señalados como tales luego de que aparecieran los cadáveres, ¿cuántas de esas 58 desapariciones esconderán también crímenes?, ¿cuántas Solsiret más habrá solo porque al agente de turno en la comisaría no le interesó hacer su trabajo?

El caso de la activista y estudiante de Sociología ha permitido recordar otros como el de Shirley Villanueva Rivera, quien desapareció el 23 de marzo del 2017, luego de salir con tres compañeros de su universidad a una reunión. Los muchachos señalaron que fueron a la playa Marbella, ella ingresó al mar y se ahogó. Antes, según los familiares de Shirley, la versión que habían dado era otra.

Lo que sigue sin explicación es por qué su ropa fue descubierta en un tacho de basura cerca de la Universidad de San Marcos. Tampoco hay respuesta sobre dónde está el cuerpo.

Un reportaje publicado por este Diario esta semana señalaba que no existe un registro oficial de los casos de desaparición de personas vulnerables ni un protocolo que, más allá de las sensibilidades del guardia de turno, obligue a la policía a actuar con diligencia cuando se presenten denuncias como estas.

Nuevamente una desgracia nos toma descubiertos, con autoridades mirando de costado, salvo para lanzar sus parrafadas supuestamente solidarias, que prometen empeño, celeridad y sensibilidad para la próxima vez.

“La próxima vez”. Qué fácil –y gélido– resulta decirlo.

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