(Foto: GEC)
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Pedro Ortiz Bisso

Al excongresista Glider Ushñahua no lo ha matado el COVID-19 (o “problemas respiratorios” como señala la versión oficial). Lo ha matado nuestro calamitoso sistema de salud cuyas costuras, conforme avanza la pandemia, empiezan a reventarse para mostrar su espeluznante precariedad.

Ushñahua pidió ayuda en dos hospitales y escuchó la respuesta que recibe un paciente cualquiera en sus mismas condiciones: aquí no señor, regrese, vaya a otro sitio. Cuando repararon que lo suyo era muy grave, no hubo tiempo para salvarlo.

Pasan los días y empezamos a ser testigos de situaciones que hace un par de semanas ocurrían en otros países y desde aquí veíamos con horror. Pacientes que mueren por falta de atención; médicos y enfermeras sin implementos de seguridad, temerosos de ser contagiados; cadáveres que se acumulan en los mortuorios e indignantes revelaciones que contradicen los anuncios gubernamentales, como el estado del hospital de Ate, el cual dista de funcionar a plenitud.

Ni el Perú ni ningún país estaba preparado para enfrentar una crisis epidemiológica de este tamaño, pero en nuestro caso la situación adquiere otra dimensión por sus múltiples flaquezas organizativas, su burocracia aterrada e insomne, su desesperante falta de equipamiento y la ausencia de personal especializado en posiciones clave como las unidades de cuidados intensivos.

Si la curva de contagios no se atenúa, la situación se pondrá peor. Nuestra principal herramienta para detenerla es el aislamiento social, ¿pero como le pedimos que se quede en casa a quien esta prolongada cuarentena empieza a matarlo de hambre?

Qué días terribles se nos vienen.

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