Jorge Paredes Laos

La Segunda Guerra Mundial —el holocausto y las devastadoras bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki— fueron un punto de quiebre en la historia contemporánea. El horror de la hecatombe produjo en Occidente una serie de movimientos contraculturales a favor de la memoria y la búsqueda idealista de un mundo mejor. En el cine apareció con intensidad el neorrealismo italiano que exhibía, sin pudor, las ciudades destruidas y mostraba una estética de la pobreza y la desolación; mientras en Estados Unidos surgía el pop y su crítica a una sociedad industrial y consumista. A la par en Europa se produjo un movimiento que se conoció como arte autodestructivo. Ya no más la práctica artística como espacio de creación, sino como un ejercicio radical de protesta.

La cabeza de este movimiento fue Gustav Metzger, un alemán de origen judío, nacido en 1926, y rescatado a los 13 años de un campo de exterminio nazi. Separado de su familia, fue llevado a Londres, ahí aprendió primero carpintería y luego estudió arte y pintura. En 1959 ya se había convertido en un activista contra las armas nucleares y un ecologista. Por eso, en sus obras, buscó poner de manifiesto el poder autodestructivo del ser humano y cuestionar la práctica misma de la creación artística.

El 3 de julio de 1961, a la puerta de un banco en Londres, cubierto con un traje protector y una máscara antigás, pintó con ácido tres lienzos de colores rojo, negro y blanco. Fue la primera de otras obras que tenían la característica de autodestruirse al tiempo en que se creaban. En otros trabajos suyos la destrucción ocurría lentamente en un período de tiempo determinado. Tenía un proyecto de crear monumentos que fueran capaces de autodestruirse al cabo de unos años. “El arte autodestructivo busca ser un instrumento para la transformación de la gente a través del pensamiento y los sentimientos, no solo con respecto al arte, sino que busca, a través del arte, cambiar la relación que las personas tienen con la sociedad (…). Al centro del arte autodestructivo está el conocimiento de que la situación social está deteriorándose y cambiando rápidamente, y busca, desesperadamente, formas de arte radicales y nunca antes vistas”, se lee en un manifiesto suyo, reproducido en Debemos convertirnos en idealistas o morir, una publicación hecha a propósito de una retrospectiva suya realizada en el Museo Jumex, de Ciudad de México, en 2015, y cuya carátula es la explosión nuclear de Nagasaki en 1945

"Kill the Cars", una de la obras más conocidas de Gustav Metzger. Foto: AFP
"Kill the Cars", una de la obras más conocidas de Gustav Metzger. Foto: AFP

LA ESTÉTICA DE LOS RESTOS

El arte de la destrucción también es reivindicado en el videoarte por Nam June Paik con sus imágenes distorsionadas; por el action painting de Jackson Pollock; por Raphael Montañez Ortiz con sus pianos destruidos; o por Joseph Beuys (quien había sido piloto de guerra), con una obra hecha de fragmentos como los que dejan las bombas.

“Inmediatamente después de toda guerra siempre hay una tendencia a encontrar una estética en la destrucción, a partir de los restos, es como hacer una arqueología del presente”, comenta el crítico y curador David Flores Hora. En nuestro caso, esto nos remite inmediatamente al periodo de violencia. “Muchos artistas peruanos contemporáneos —agrega Flores Hora— han utilizado los restos de una cárcel bombardeada como el Frontón, las figuras de las torres de alta tensión derribadas (como en las serigrafías de Alfredo Márquez), o los coches-bomba para mostrar esta estética de la destrucción que yo encuentro veraz, y que forma parte de nuestro inconsciente colectivo”.

Alfredo Márquez, de la serie "1984" (Destructivismo, 2016). Serigrafía sobre papel.
Alfredo Márquez, de la serie "1984" (Destructivismo, 2016). Serigrafía sobre papel.

Justamente, Flores Hora se encuentra desarrollando un futuro proyecto curatorial que ha llamado El imaginario de la destrucción, en el que ha seleccionado un conjunto de obras que van de los objetos encontrados a las instalaciones. Entre las piezas reunidas se encuentran los restos de un hidroavión utilizado para transportar droga y que fue derribado cerca del río Tigre, en Loreto, donde los pobladores locales lo convirtieron prácticamente en un “elemento totémico”. Los restos fueron adquiridos por el artista Jaime Miranda Bambarén y los convirtió en objeto de exhibición. “Me parece increíble —comenta el curador— cómo un objeto puede mutar hasta convertirse en artístico”. En la misma línea se encuentra una obra titulada “Meteoro”, un proyecto de Jaime Miranda y Gustavo Buntinx montado en la plaza Matriz del Callao, en 2018, en la que una especie de roca destruye un auto. Algo parecido ocurre también con las obras de Jaime Romero, quien exhibe los restos de un coche bomba que, prácticamente, le cayeron de cielo en la terrorífica Lima de los años noventa, y la conocida instalación de Rudolph Castro hecha con escombros y un carro de juguete.

Meteoro, 2018. Jaime Miranda / Gustavo Buntinx.
Meteoro, 2018. Jaime Miranda / Gustavo Buntinx.

Se trata de obras que buscan evidenciar con su carga simbólica toda la destrucción experimentada en un momento determinado. Más que invitar a la contemplación, estas obras, como las originadas tras la Segunda Guerra Mundial, buscan estremecer y ser a la vez un ejercicio de memoria y resiliencia frente a las catástrofes generadas por la propia humanidad. Como alguna vez dijo el recordado sociólogo Gonzalo Portocarrero los artistas muchas veces describen mejor la realidad que los científicos sociales.

Rudolph Castro, instalación "1,2,3...". Año 2010.
Rudolph Castro, instalación "1,2,3...". Año 2010.