Desde el piso diez de su taller –especie de sucursal del averno ubicada en las alturas de Santa Beatriz–, la llameante mirada de un fauno metálico sobrevuela la ciudad. En realidad no es uno, son decenas. Un bestiario subyugante y polícromo. Ogros, leviatanes, gárgolas, anticristos, chinas-diabla, endriagos, ángeles caídos y demás engendros escultóricos procedentes de un cerebro en ignición. Perfectamente perpetuados sobre madera-metal.
Y, entre intersticios, una grieta por donde asoma ese hilo de luz. La palabra como un cincel que baja desde las alturas y se hunde en la Pachamama que lo viera nacer hace 84 años. Y a la que no se cansa de recordarla. De escribirle todos los días. De declamarle con el macizo de su voz: "Filigrana de esperanzas se escurre / Por sus vericuetos / El sol y la luna / Bailan juntos con la piedra / Los siglos también / Es así como la piedra / Encontró sus ángulos".
PINCEL LETRADO
"Quintanilla, pez dorado del Cusco, ¿en qué infierno cabalgan soñadores, dónde amanecen los galopantes minicuentos de tus fábulas de hierro andino?", le pregunta César Toro Montalvo en el entrañable poema que le escribiera hace muchos años. Para inmediatamente contestarse: "Niños dioses de espanto, coloridos de orquesta. Fitomórfico de los diablos verdes. Pintor sapo del habla, hacedor oral de compras son, no te deshace el habla de mulizas o huaynos de licor".
Porque al maestro cusqueño le escriben poemas desde siempre. Generoso, sale de su habitáculo con una garrafa de vino en una mano y con los versos que le han escrito en la otra. Papeles inmemoriales que se despliegan como los rollos del cordero de Dios sobre el Mar Muerto. César Calvo, Jorge Pimentel, Sebastián Salazar Bondy. El mismo Toro Montalvo. Y ahora Marco Martos, para el volumen que nos ocupa y por el que vamos a empezar a arder en las calderas de Baco.
Un libro que recopila sus escritos desperdigados entre dos mares. Ese que va del cielo plúmbeo de Santa Beatriz y toca el celaje azul de Le Plessis-Robinson, comuna parisina del Sceaux rica en castillos y cabarets donde Quintanilla, hace 60 años, ha clavado su otro caballete. "Escribo como respiro y la verdad es que casi nunca corrijo", dice. Escancia el merlot y lee al azar: "La aguja del tiempo / Ha pasado como una lágrima transparente / El molino que dejé / Ha cesado de dar vueltas / El río de tanto llorar / Solo murmura / El tren pasa de largo / No hay perro que murmure / Algunas veces me pregunto si soy o no soy".
LETRA HERIDO SER
Con una obra permanente en el MoMA de Nueva York, poseedor de un universo cromático comparado en paralelo con los de Chagall, Miró y Van Gogh, las pinturas de Alberto Quintanilla del Mar (Cusco, 1934), ya se sabe, son un pilar de nuestra plástica. Pero también es un versificador no tan secreto a quien en el 2004 le dijeron casi por casualidad si le gustaría publicar sus poemas, y lo único que hizo fue desempolvar los que tenía acumulados. Así salió la colección "Tayanka" (Ed. Petroglifo, 2004).
Esta vez ocurrió igual. Fue al desván, extrajo un puñado de cuadernos Loro y allí lo tenemos, mismo Edgar Degas llevándole sus versos a Stéphane Mallarmé. En las 150 páginas de "Yuyarinapaq" ("Reflexiones") el maestro pone en negro sobre blanco lo que desde hace 60 años escribe: el Cusco como ombligo del mundo y entidad nuclear para el despegue de las palabras antes de que se conviertan en hierro, bronce, plata, madera, corcho, pepas de mango o migas de pan. Parábolas que exaltan la tierra, denuncian la estulticia y combaten injusticias con dicción rotunda.
Es probable que estos versos, en su alternancia de lienzo y página en blanco, no cosechen las calificaciones superlativas que merece su pintura –recuérdese a Pablo Picasso dimensionándola desde su estratósfera–. Pero lo que sí resulta categórico es que en estos escritos, construidos de un solo tirón, anida la pasión del mismo orfebre dionisiaco y subyugante. Tan humilde en su dignidad como en su belleza.