Claudia Vera tiene 44 años. Durante casi veinte vivió con Miguel Aloise en Tunuyán, 80 kilómetros al sur de Mendoza, en Argentina. Tuvieron dos hijos, frente a los cuales Aloise la golpeaba. Siempre. Y aun más cuando perdió el empleo. Le pegaba y la celaba, y le gritaba “gorda”, “estúpida”. En varias oportunidades ella lo acusó de abuso, pero cuando llegaban las citaciones de la comisaría, él se las quedaba. Y a cambio le daba más puñetazos.
La turca Cilen Doğan vivía con su ex marido, pese a hallarse divorciados. Lo hacía por dinero, por presión social, por el hijo en común. Tiene 29 años. Él tendría 33, y la aporreaba un día sí y el otro también. Una noche de julio del año pasado le dijo que empacara sus cosas porque no la quería más en casa. Y que la había vendido como prostituta. Ella se negó, y él comenzó a masacrarla.
Jacqueline Sauvage y Norbert Marot se casaron siendo unos muchachos que soñaban con una cabaña rodeada de árboles en las afueras de París. Tuvieron tres hijas y un hijo, pero pronto la casita del bosque se convirtió en una prisión de pesadilla: Norbert violaba a las chicas y golpeaba a su hermano. Y también a las chicas. Y a la madre, quien una vez intentó suicidarse. El médico que la atendió nunca le preguntó los motivos. Quien sí logró matarse fue su hijo Pascal. Una de las chicas fue un día a denunciar a su padre, y los policías, en lugar de auxiliarla, llamaron a Marot. La muchacha, aterrada, retiró la denuncia. Todos en el pueblo sabían lo que pasaba, pero nadie decía ni hacía nada. Una noche, 47 años después del inicio de su matrimonio, Marot despertó a Jacqueline de un bofetón y le exigió que le preparase la cena, mientras se iba a tomar un whisky a la terraza.
Salvo por ciertas acusaciones de nepotismo, Héctor Yancce, jefe del programa Juntos en Ayacucho, era un funcionario respetado y hasta popular entre sus colegas. Le gustaba participar de eventos sociales. Y beber. Cuando se acababan las fi estas volvía a su casa y le pegaba a Yaneth Quinto, su mujer. Y Yancce acudía a muchos eventos. En uno de ellos, incluso, se consiguió una amante. Hace un año, llegó una noche y tras maltratarla un rato, comenzó a fustigarla con un cuchillo de cocina.
Casos así se dan a diario en todo el mundo, sin importar el origen, condición social o cultural de sus protagonistas. Miles de mujeres son abusadas por sus parejas, sus padres, sus hijos, o simplemente por hombres que, aprovechando una posición de ventaja —peso, poder, ascendencia, dinero, fuerza bruta— las maltratan. O llegan a matarlas: entre el 2009 y el 2015 se reportaron 734 feminicidios en nuestro país. Y van 172 en lo que va del 2016. Es un escándalo convencional, una forma perversa y normalizada de la violencia a la que la mayoría hemos estado acostumbrados y acostumbradas. Pese a la rabia silenciosa, la indignación, la ausencia de apoyo, la vergüenza.
¿Pero qué pasa cuando no se puede soportar más, cuando todo ese dolor acumulado por años de vejaciones se convierte en furia? Furias llamaban en la mitología romana a las Erinias griegas, las encarnaciones femeninas de la venganza. Furia ciega y desatada fue la que arrobó a Claudia Vera la noche en que su marido la acusó de mandarle dinero a su madre en lugar de entregárselo a él. Cortó la línea del teléfono para que no pudiera pedir ayuda mientras la machacaba a golpes, tanto, que debía descansar cada cierto tiempo para recobrar fuerzas. Y fue en una de esas pausas que Claudia tomó un cuchillo y se lo clavó en el corazón, para luego llamar al 911 y confesar su crimen. Furia fue lo que provocó que Cilen Doğan le disparase en el pecho a su ex. Furia fue lo que sintió Jacqueline Sauvage cuando le metió tres tiros con una escopeta de caza a su pareja durante casi medio siglo. Furia la que llevó a Yaneth Quinto a clavarle 16 pu- ñaladas a Héctor Yancce en el cuello y el estómago.
Sin embargo, tales desbordes no son nada comunes. De hecho, se trata de crímenes que no tienen nombre, literalmente: homicidio refi ere a la muerte de una persona por otra, sin distinción de género. Feminicidio es un neologismo, una palabra con apenas 40 años de historia. Lo esperable es sufrir el castigo como una maldición particular y privada.
El arte ha servido para sublimar los estallidos de ira y la sed de venganza de las mujeres ultrajadas. En especial la literatura y el cine.
Stieg Larsson estaba interesado en las estructuras reales sobre las que se sostenía Suecia, un país que parece concebido por un diseñador industrial en el que, sin embargo, el 65% de las mujeres sufren cotidianamente alguna forma de vejamen y solo el 5% lo denuncia. Los lectores de la saga “Millenium” en todo el mundo devoraron sus intrigas mientras se familiarizaban con uno de los personajes más fascinantes que ha producido la literatura reciente: tras la publicación de “Los hombres que no amaban a las mujeres” Lisbeth Salander se convirtió, como Emma Bovary o Anna Karenina, en un ícono femenino universal, acaso algo más atípico. Su seducción Asperger se debe a un combo que reúne tatuajes y piercings, inteligencia y memoria anormales, cuerpo poco desarrollado, sociopatía, ambigua sexualidad y, también, la brutalidad con la que suele vengar el maltrato masculino: a los 13 años roció de gasolina el auto de su padre, afi cionado a darle palizas a su mamá. Luego le prendió fuego. Con él adentro, claro. Años después, su tutor la violó. Cuando se recuperó, Lisbeth le devolvió la violación, lo grabó mientras lo hacía y lo tatuó como un estigma. Y así, más ejemplos ejemplares de su accionar de feminista punk.
Otro caso de revancha y sadismo extremo se encuentra en ese libro estupendo llamado “La quinta mujer”, otro policial fi rmado por un sueco, el gran Henning Mankell. En la sexta historia del detective Wallander la clave se halla en la identidad del criminal, y aquí la idea no es estropearle la lectura a nadie.
Masami Aomame, la coprotagonista de otro tocho literario pero de aires orwellianos como es “1Q84”, del japonés Harumi Murakami, es una fi sioterapeuta y profesora de artes marciales que tiene un trabajo alternativo para una vieja millonaria eliminando violadores. Aunque no todo es lo que parece en “Boquitas pintadas” de Manuel Puig, Rabadilla se declara culpable de acuchillar a Pancho, quien acudía ebrio cada noche para intentar ultrajarla. En “La muerte y la doncella”, drama de Ariel Dorfman, una mujer, muchos años después, cree reconocer por la voz al hombre que la torturó durante la dictadura chilena. Esta vez, una circunstancia fortuita ha invertido los roles, dando lugar a una situación de alto dramatismo y tensión. En “Fóllame” (oh, los casticismos), de la francesa Virginie Despentes, Manu y Nadine son dos “perras” que, hartas de los maltratos y los estupros de parte de familiares y conocidos, se dejan caer en un espiral de agresividad física y sexual que solo puede terminar mal. Algo similar le sucede a la protagonista de “Rosario Tijeras”, quien es violada por su padrastro y luego por un grupo de vecinos: su desquite no culminará cuando cape a uno de los agresores. Ella buscará más. Más sangre. Más venganza. Más furia.
No es casual que, salvo la ficción de Murakami, todas las demás hayan sido traducidas al lenguaje cinematográfico. No existe una sola explicación para el fenómeno, pero al menos desde los sesenta el cine ha sido pródigo en relatos de mujeres vejadas que asesinaron para defenderse o que se reconstruyeron a sí mismas con el único objetivo de destruir a sus agresores.
En “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”, el clásico de Almódovar de 1984, Carmen Maura interpreta a una ama de casa agobiada por el trabajo, la familia, la escasez, la adicción a las anfetas que un día, tras recibir los golpes de su marido para exigirle que le planche la camisa, lo termina matando con una pata de jamón. En esa hermosa épica feminista que fue “Thelma y Louise” la verdadera huida de la pareja comienza cuando, tras un intento de violación a Thelma, Louise dispara y da muerte a un tipo en un estacionamiento. Charlize Theron ganó 23 premios internacionales, entre ellos el Óscar a Mejor Actriz, por su rol en “Monster”, una versión de la real historia de Aileen Wuornos, quien nació para ser desgraciada, y que tras ser brutalmente ultrajada asesinó a un camionero, luego de lo cual comenzó una serie de crímenes torpes o de odio que terminaron con su captura y final ejecución en el 2002. También “basada en hechos reales” y con maltratos y vejámenes infantiles para luego iniciar una carrera delincuencial y revanchista es la india “La reina de los bandidos”, de Shekhar Kapur. Hubo violencia doméstica, persecución interestatal y, finalmente, enfrentamiento de Jennifer López con Billy Campbell como el marido agresor en “Nunca más”; intriga y agresión psicológica para Sophia Loren antes de la verdadera muerte de Anthony Perkins en “Un abismo entre los dos”, de Anatole Litvak.
Es la familia la que venga a la hija en “La fuente de la doncella”, una sobrecogedora fantasía inspirada en una leyenda medieval de Ingmar Bergman. En la muy premiada “Los imperdonables” tampoco es la misma afectada la que busca el reparo, sino sus amigas, un grupo de prostitutas, quienes a su vez contratan a unos pistoleros encabezados por Will Munny (Clint Eastwood) para que recorran el Lejano Oeste y den caza al tipo que la desfiguró. Esta tiene cierto vínculo, sobre todo por el escenario y la persecución, con “Hannie Caulder” (1971), donde Raquel Welch sufre la muerte de su marido por unos bandoleros que luego la someten, y tras los cuales partirá pistola en mano. El filme de Burt Kennedy, a su vez, inspirará también, al menos parcialmente, una joya del tema: el díptico “Kill Bill”.
No hay quien pueda olvidar la odisea de Uma Thurman como la sangrienta Novia: embarazada es masacrada y dada por muerta durante un ensayo de boda. Pierde el bebe y pasa cuatro años en coma. Cuando retoma la conciencia, se consagra a eliminar a todo aquel que tuvo que ver con su primera muerte —y a quienes los pretendan ayudar—, para ir luego tras el mismísimo Bill. Una épica de furor y hemorragias como pocas, un espectáculo fascinante. (Tarantino retomará la revancha femenina en la más ‘slasher’ “Death Proof”).
Es interesante que algo tan dramático haya dado origen a uno de los subgé- neros más estridentes del cine, el conocido como ‘rape & revenge’: filmes ultraviolentos de mujeres víctimas que se convierten en azotes (como en el icónico“Escupiré sobre vuestra tumba”). La flamante edición del Festival de Cine de Lima traerá “Elle”, lo nuevo del neerlandés Paul Verhoeven, y a la exquisita Isabelle Huppert como una mujer madura que tras ser vejada en su casa inicia su propia justicia. Cuentos de amor, locura y muerte. En latín, locura y furor son lo mismo.
Pese a ocupar el segundo lugar en el triste ránking de los feminicidios en Latinoamérica, no es frecuente que las peruanas reaccionen con furor ante el abuso. En los cuatro tomos de “Historia de la noticia” —especie de enciclopedia nacional de la infamia del siglo XX— del recordado Jorge Salazar, se hallan innumerables asesinatos, pero poquísimos de mujeres que acaban con sus agresores. Hay tres o cuatro revanchas familiares y solo dos casos referenciales: en 1961, una mujer ciega de 63 años envenenó a toda la familia de su hijo porque la maltrataban física y psicológicamente (y se suicidó). Y Sabina Herrera, de Villa El Salvador, que mató a palazos a su conviviente una madrugada de 1974, cuando él llegó borracho dispuesto a repetir su rutina de golpes. El compendio “Asesinas”, de Rosa María Cifuentes, no consigna ejemplos de este tipo. La mayoría de crímenes cometidos por damas serán por celos o despecho o, lo que puede ser incluso más doloroso, se trató de infanticidios: situaciones en las que la impotencia terminó en demencia, y la condujo a acabar con la vida de sus hijos como una forma retorcida de equidad.
No se trata de avalar la Ley del Talión, aunque nuestro Código Penal considera un atenuante cuando los homicidios suceden bajo el imperio de una “emoción violenta”. Como la furia. Se trata de intentar vivir en una sociedad —pareja, familia, país, mundo— más amable y respetuosa. De tener una justicia más justa, donde no tengan cabida tratos benignos como los dados a los agresores de Lady Guillén y Arlette Contreras.