Tenía el tabique roto desde sus tiempos de boxeador. Y con ese aura espectral parecía alimentar su carisma y desparpajo. Lo llamaban ‘el magnífico’. ‘Monumento del cine’. ‘Monstruo sagrado’, ‘Tesoro nacional’. Hasta Alain Delon, su archirrival durante sesenta años, decía que era un verdadero ‘as de ases’. Ocurre que en esos 1.76 de estatura concurrían carisma, desenfado y osadía sobre un estado físico impactante y poco convencional. Cuando no lo aceptaron en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático de París les respondió con un corte de mangas. Y se marchó para filmar un rosario de películas que se convertían en clásicos instantáneos. Como ese gesto que afianzó su celebridad: deslizar el dedo pulgar por los labios en una película, gesto que Martini expropió para convertirlo en el célebre anuncio.
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Un símbolo del deseo, claro. Todo lo cual le permitió ser el hombre más codiciado de Europa durante 30 años. Un sujeto de rasgos irregulares y pinta de maldito —en su boca cuelga un cigarrillo, por supuesto— que está impecablemente vestido y habla con apacible voz nasal. Es al mismo tiempo clásico y rústico. Un animal agreste que aborda a su presa con inigualable encanto. Cubierto con gabardinas oversize, jeseys de cuello alto, zapatos en boxcalf burdeos y boinas a lo “Peaky Blinders”, sin olvidar el cigarrillo. Y un estilo único sea el director que fuese —Chabrol, Truffaut, Sautet, Melville, Lelouch Melville, Malle o Resnais— para una foja de servicios que bordea los 80 largometrajes y unos 160 millones de espectadores.
HERMOSOS Y MALDITOS
Una selección necesariamente arbitraria contemplaría volver a ver a ese sofisticado criminal con modales a lo Bogart que, al tiempo de seducir, funda la ‘nouvelle vague’ francesa (“Sin aliento”, Jean-Luc Godard - 1960). O al ensotanado encantador que equilibrando entre el amor profano y la búsqueda espiritual hace creer en un Dios lleno de gracia y en una humanidad votiva (“Léon Morin, sacerdote”, de Jean-Pierre Melville - 1961). Al soldado francés encargado de rescatar un objeto sagrado en las espesuras del Amazonas brasilero (“El hombre de Río”, de Philippe de Broca - 1964). O al amante enloquecido que termina suicidándose con cartuchos de dinamita en la cabeza (“Pierrot, el loco”, Godard - 1965).
No menos impecable será su papel de burgués que odia la burguesía, a la que desfalca desde niño hasta terminar encarnándola (“El ladrón de París”, de Louis Malle - 1967). O el drama romántico que protagoniza con Catherine Deneuve —conformando la pareja más bella de la época, que en 2001 intentaron emular Angelina Jolie y Antonio Banderas— y que significaría también su el divorcio definitivo de la nueva ola (“La sirena de Mississippi”, de Truffaut - 1969). He ahí también su encarnación como sinvergüenza y magnate de la prensa, película con la que empezó a saborear el amargo sabor del fracaso (“Stavisky”, de Alain Resnais - 1974).
Pero el sello de Belmondo alcanzará nuevas alturas cuando interprete a policía encargado de capturar a un asesino en serie por los tejados de las Galerías Lafayette y hasta se lanza desde un helicóptero al ritmo de Ennio Morricone (“Miedo a la ciudad”, de Henri Verneuil - 1975). También está en esa remezcla de espionaje y política encarnando al agente secreto francés —cuero, jeans, armas de grueso calibre y mucha acción— encargado de matar a un dictador africano (“El profesional”, de Georges Lautner - 1981). Y en su debut y despedida de la ciencia ficción cuando al borde del cambio de siglo viaja al futuro para encontrarse con su hijo, ya anciano (“Quizás”, de Cédric Klapisch - 1999).
DIVINO TESORO
Tan taquillero como Louis de Funès y Alain Delon, Belmondo protagonizó las películas más vistas en Francia, rubro en el que llegaría a igualar los récords de Fernandel. Hijo de un célebre escultor piamontés y una pintora, educado y expulsado de las mejores escuelas de la burguesía parisina, templó su naturaleza rebelde en el ciclismo, el fútbol y el boxeo. “Para boxear, hay que tener hambre y tener odio, no fue mi caso”, dijo alguna vez. Curiosamente, cuando se recuperaba de una infección de tuberculosis primaria decidió convertirse en actor: desde 1950 improvisaba espectáculos en la calle, el cabaret y en las terracitas de los cafés. Y cuando finalmente es admitido en la Comédie-Française, un profesor le dijo: “Con la cabeza que tienes, nunca podrías tomar a una mujer en tus brazos, eso no sería creíble”.
La primera en caer en sus brazos sería Élodie Constant, bailarina con la que tuvo una hija. Después llegó Florence, para darle tres hijos. El 2002 se casó con Natty, ex bailarina de televisión, con quien a los 70 años tendría una niña. Luego vivió con la empresaria belga y ex modelo de Playboy Barbara Gandolfi y el año pasado retomó la relación con una cantante brasileña, 20 años más joven, llamada Carlos Sotto Mayor. Y mientras Francia entera lo llora, el presidente Emmanuel Macron acaba de sintetizar su vida en un solo ‘tuit’: “Él seguirá siendo ‘El Magnífico’ para siempre. Jean-Paul Belmondo fue un tesoro nacional, lleno de garbo y estallidos de risa, hablando en voz alta y con el cuerpo siempre veloz, héroe sublime y figura familiar, temerario incansable y mago de las palabras. En él todos nos encontramos”.
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