Sebastián Pimentel

Los años llevaron al cine de hacia una especie de reconcentración del estilo, a una esencialización de la escritura fílmica. Es más un cine de cámara que un cine salvaje o barroco: en su madurez o vejez, como le sucedió a Truffaut, Almodóvar se inspira en Hitchcock, y llega a una especie de despojamiento de las formas, de control absoluto de la imagen.

Es el caso de “Julieta”, verdadero viaje en el tiempo que gustará más a los fans de “Vértigo” que a los de “Psicosis”. Y, es verdad, algo tiene de la Madeleine de Hitchcock esta Julieta que huye de su memoria, de su propia vida. La película empieza con un giro retrospectivo –como los clásicos del cine negro, otra clara influencia del cineasta manchego–: la versión marchita de la heroína, Emma Suárez, renuncia a las vacaciones que tenía programadas con su nuevo novio (Darío Grandinetti), para empezar a escribir sus confesiones; una forma de exorcizar su sufrimiento, pero también de explicar las razones de su postración.

Quizá sea la compleja fórmula que aúna la confesión, la investigación y el reencuentro imposible la que, al igual que en “Hable con ella” o en “La piel que habito”, resuma la poética de lo último del cineasta español. A través de las palabras de la heroína vamos hacia su juventud, filmada con colores cálidos y contrastados, que refuerzan la intensidad emocional de un personaje, a la vez, muy frágil. Tanto Adriana Ugarte como Emma Suárez no solo coinciden en el parecido físico, sino también en cierto nerviosismo que habla de un bello cuadro a punto de rasgarse.

La película se convierte en un estudio de la mujer, de Julieta, en un montaje lleno de bucles temporales y de intercambios entre la juventud y la vejez. En la pesquisa por conocer la tragedia que marca a la protagonista, y que se hace gracias a una susurrante voz en off narrativa, el espectador debe ir conectando pistas. Algunas son simbólicas, como la clase de literatura clásica que dicta Julieta, sobre la palabra griega “pontos” (“camino al mar”). Otras son más sutiles, como el abrazo desesperado que se da su pequeña hija con su amiga de colegio al conocer una noticia terrible. 

“Julieta” es un melodrama cuyas imágenes adquieren múltiples funciones, desde las simbólicas (el venado que Julieta ve correr en la noche, tras la ventanilla del tren), hasta las expresionistas (la tendencia hacia la abstracción del mar azul). Y mientras cobra forma la causa de la tragedia, aparecen otros personajes, como su padre o su hija, quienes giran alrededor de una Julieta casi fantasmal, o, en todo caso, “partida en dos” –y que, por eso mismo, está interpretada por dos actrices: dos caras de la misma mujer–.

Lo mejor de “Julieta” está en esa calidad onírica, muy sensual pero también muy mental, de lo que vemos. Si bien algunos personajes se resienten por su poca participación –como el que interpreta Grandinetti–, se trata de un filme hecho de sutilezas y que incide con coherencia en su fondo de dolor.

Las exploraciones del pasado y la obsesión con el misterio que supone una vida también son un logro mayor. El resultado es cautivante y sentido, dos cualidades inexistentes en el último panorama de la cartelera local.

“Julieta”
Un viaje de exploración al pasado

Director y guion: Pedro Almodóvar (el filme se basa en los relatos “Destino”, “Pronto” y “Silencio” de la escritora Alice Munro).
País y año: España, 2016.
Género: drama.
Elenco: Adriana Ugarte, Emma Suárez, Rossy de Palma, Darío Grandinetti.

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