Miguel González, empresario que vio un 
crecimiento en su empresa de cremación por una realidad lamentable: la pandemia del Covid-19. Al cierre de esta publicación, 199.485 peruanos han fallecido por la pandemia. Foto: Luis Miranda.
Miguel González, empresario que vio un crecimiento en su empresa de cremación por una realidad lamentable: la pandemia del Covid-19. Al cierre de esta publicación, 199.485 peruanos han fallecido por la pandemia. Foto: Luis Miranda.
Luis Miranda

A Miguel Gonzales le gusta decir que la muerte lo persigue, pero es su socia en realidad. El día que metió los primeros novecientos cadáveres en tres contenedores y tuvo que poner a trabajar al mismo tiempo y sin descanso seis hornos para incinerar todos esos cuerpos y los que iban apareciendo durante la primera ola de la pandemia, supo que se había preparado toda la vida para este urgente servicio a la sociedad.

«¿900 muertos en contenedores?», me sorprendo al tiempo que observo las enormes cajas equipadas con refrigeración propia. Dice que tardó cinco meses en convertir a dichos difuntos en cenizas. Y tuvo que etiquetar los cuerpos y escribir sus nombres en sus brazos con plumón para que no se confundieran en el afán de apilarlos o buscarlos entre cerros de cadáveres cuando algún familiar venía por lo que quedaba de su padre, tío o hermano. «Por la misma situación de emergencia, los hospitales te entregaban a veces un muerto que no era el tuyo. Vino la fiebre del deudo. La gente quería asegurarse de que no le hubiesen cambiado a su difunto», recuerda sentado en una oficina instalada a la intemperie. Eso, añade, implicaba seis horas de trabajo moviendo cuerpos en caso el requerido fuera ubicado en la base del montón. Y eso ocurría varias veces por semana.

Antes de la pandemia le bastaban dos hornos para cumplir con su trabajo. Ahora este emprendedor con estampa de Armando Manzanero vislumbra un futuro promisorio en la industria de la cremación profesional. La muerte para él implica un servicio esmerado y atender a personas que pasan un momento de dolor pero, si dejamos eso de lado, la parca tiene también para Miguel Gonzales León la cara risueña de una alcancía de chanchito.

«El éxito no es de hoy, es de mucho antes, pero ahora se aceleró 20 veces por la pandemia», sentencia quien desde la llegada del virus ha reducido a cenizas más de 18,726 cuerpos que alguna vez caminaron sobre la tierra.

Gonzales se mueve en un gran auto negro de lujo pero a la vez tiene la sencillez de un empleado más de la empresa. Es dueño y administrador del mayor crematorio del país, Piedrángel, un embudo con el pico al cielo en medio de los vastos jardines del cementerio de la policía.

Si no fuera por el hedor a manteca que emana de allí, como una vaharada de fantasmas huyendo del infierno, el crematorio pasaría tranquilamente por las oficinas traseras de la enorme capilla del camposanto. Los incineradores fueron montados detrás del edificio católico para que los deudos pudieran despedirse del occiso junto al altar de la iglesia antes de ser reducido a polvo. Luego del servicio religioso una faja transportadora como las de los cajeros del supermercado apresuraba el ataúd a un pequeño túnel que lo ponía en manos de los trabajadores del crematorio. Culminadas hasta un par de horas (treinta minutos en el caso de un niño) la acción de las llamas alimentadas a gas y una máquina moledora de huesos comprimían al ser querido a un recuerdo portátil y económico.

Debido a la pandemia fue suspendido este acto público de desaparición. Los cuerpos asfixiados por la COVID-19 ahora llegan en ataúdes alquilados y embolsados. Como manda el protocolo sanitario, deben quemarse con sus estuches puestos. Los quemadores gastan el equivalente a un balón casero de gas por cada individuo. A veces un marcapasos no reportado estalla con el sonido de un balazo, pero por lo general los cuerpos se desintegran sin problemas al cabo de una hora, o dos si se trata de un obeso mórbido. Pero ese olor a trastienda de restaurante parrillero no desaparece ni cuando una de sus ayudantes me trae una taza de café coronado por un fantasmita de vapor.

Café de Chanchamayo, me informa. Espectacular, le respondo observando esa infusión de semillas tostadas.

Para operar en este campo de la institución benemérita la empresa paga un derecho que incluye el servicio gratuito a la familia policial. Pero, si algo aprendió Miguel en esta pandemia es que no hay que temerle a los muertos sino a los familiares de los muertos. Se refiere a las personas quizá infectadas pero asintomáticas que llegan detrás de las carrozas de los seres queridos para comprobar que sus cuerpos están ingresando al horno en regla, que no les han cambiado el muerto ni los están quemando de dos en dos como hacía un angurriento crematorio de Barrios Altos que fue clausurado por cometer ese promiscuo entrevero.

Hasta un 70 % de los horneros y el personal funerario de Piedrángel se contagió de COVID-19 durante la primera ola. Felizmente ninguno enfermó de gravedad. Fue el precio de lidiar con una pandemia a la que nadie sabía cómo enfrentarse y que obligó a Miguel y a sus hermanos a recoger los primeros muertos que sembraron pánico en edificios de clases acomodadas y luego en las calles y hogares de todos los barrios de Lima.

Por eso, esta historia comienza en realidad cuando un hombre joven llamado Lázaro, su padre, aprende a esculpir figuras de mármol en una empresa de lápidas hoy extinta. Este hombre, que morirá dejando a su familia en la ruina, decidió abrir su propia marmolería y entrenó a sus hijos como ayudantes, entre ellos a su hijo menor.

Fue entonces que, a los ocho años de edad, Miguel empezó a ver gente muerta. No me refiero a los fantasmas de la película Sexto Sentido de M. Night Shyamalan, sino a los finados que veía llegar en hombros o carrozas al cementerio Presbítero Maestro, donde él limpiaba lápidas y tumbas para ganarse sus primeras monedas hasta que tuviera la habilidad para picar el mármol. Miguel Ángel Gonzáles nació en un hogar pegado a la pared del viejo camposanto donde yacen los huesos de héroes de la Patria y aristócratas opulentos, así como gente del montón. Por cuatro soles el pequeño Miguel pasaba a un trapo a los nichos y cambiaba el agua de las flores.

Lázaro alquilaba una casa en un callejón rajado de nombre Quinto Patio cuyos servicios comunitarios incluían un caño y un silo que compartía un centenar de inquilinos que trataban de llevarse bien. A Miguel no le molestaba tanto que cada mañana la familia tuviera que formar largas colas para bañarse o para vaciar al silo común los baldes llenos de miserias humanas. Lo entristecía que en Navidad nunca hubiera en casa regalos ni comida de fiesta como en todos los hogares. «Una vez fuimos a Sisicaya a pasar Navidad con mi abuelo. Nunca me voy a olvidar que solo cenamos pan con mantequilla».

Sisicaya, en la sierra de Lima, era el lugar de origen de su madre que visitaban cuando la situación económica se ponía dura. Era un pueblo pobre pero al menos no faltaba una gallina colorada que guisar ni frutas en los árboles. En la actualidad Miguel y sus hermanos son propietarios del Country Club Sisicaya, un vergel adornado por una piscina gigante y una hermosa casa de campo, además de un proyecto en construcción que revelaremos al final. El pequeño Miguel era capaz de conciliar un sueño de oso cuando otros infantes se hubieran orinado en la cama con las historias de aparecidos que rodean a los cementerios. Jamás le jalaron las patas ni vio espectros en las penumbras. La muerte más bien le permitía comer y le dejaba propinas. Su hermano mayor, en cambio, desarrolló el alarmante don de ver duendes entre las plantas. Al menos eso decía bañado en lágrimas cuando visitaban Sisicaya.

Lázaro Gonzáles era un padre pegado a las tradiciones. Bautizó con su nombre a sus tres primeros vástagos, de tal manera que por las mañanas los depertaba con las palabras bíblicas de Lázaro, levántate. Si Miguel se salvó de ese nombre con olor a difunto fue porque su madre se adelantó a registrarlo como Miguel Ángel.

Lázaro también era cantante de valses y huaynos pero sobre todo quería ser buen padre. Levantaba a sus hijos a las tres de la madrugada para llevarlos hasta el puente Santa Rosa, sobre el río Rímac, en cuyos cimientos los drogadictos yacían entregados al vicio. «Eso pasa cuando pruebas la droga», les advertía. Esa cura de loco debió funcionar bien porque ninguno de ellos se sintió tentado a pesar de haber crecido en uno de los epicentros de la venta y consumo.

Cuando Lázaro murió por un cáncer que se lo llevó en tres meses, los hermanos mayores tuvieron que abandonar los estudios y dedicarse a sobrevivir. Miguel tenía apenas 18 años y ya soñaba con hacerse cantante. Mientras se secaban las lágrimas juraron que ellos, los gallinazos, no volverían a la pobreza ni repetirían la vida poco ambiciosa del padre.

Por entonces los Gonzales eran conocidos en el Quinto Patio como ‘Los Gallinazos’. El apodo vino no solo porque su supervivencia dependía del índice de defunciones en Lima sino porque su padre Lázaro cantaba un huaynito llamado El Gallinazo que lo hizo popular. Dicho sobrenombre murió cuando se mudaron del lugar y el callejón fue destruido para dar paso a las columnas del tren eléctrico.

Miguel no cree en fantasmas, pero hace un año, cuando la pandemia arreciaba, tuvo una experiencia extraña. Era de noche y estaba revisando unos documentos en su oficina instalada junto al crematorio, cuando notó con el rabillo del ojo que una figura humana se movía en la habitación vecina. Era innegable, era real y no podía atribuirse al cansancio. Hacía una hora se habían ido todos los trabajadores y estaba solo. A sus 45 años de edad y más de 35 trabajando con difuntos, Miguel sintió frío y miedo. «Tienes que ser cauto. Dejar tus cosas y salir», me dice el hombre escéptico y duro que debe reconocer que hay asuntos en lo que es mejor no hacerse el audaz.

Por eso Miguel solamente contrata a gente de sangre fría en su crematorio. Si quieren obtener el empleo, los postulantes deben pasar una jornada entera ayudando a incinerar cadáveres. Solo quienes cargaron los cuerpos helados y vieron las escenas de desgarro de los deudos sin alterarse, pasan la prueba. Pero hasta esos jóvenes fornidos y resueltos, la mayoría migrantes venezolanos, han sido testigos de situaciones inexplicables. De hecho, los hornos para cadáveres suenan y crepitan al enfriarse como a veces lo hace un televisor o un auto recién apagado. Pero el repertorio de sucesos extraños que aquí pasan incluye golpes de puerta, caños que se abren y murmuraciones de gente invisible. «Una cosa es oír el sonido del metal al enfriarse pero otra que te toquen la puerta». Miguel golpea el escritorio con los nudillos varias veces para dejar en claro que no hay duda en sus afirmaciones.

Somos seres sugestionables después de todo. Un hornero que trabajó aquí antes de la pandemia me contó que jamás pasó por una situación fantasmagórica de esas, salvo la noche en que sus compañeros le dijeron que preste atención a un sonido en medio de la negra paz del lugar. Entonces luego de un momento de silencio escuchó con nitidez a un niño llamando a su madre. Una camilla metálica tintineó y todo quedó otra vez en perfecta quietud. Una explicación es que los ruidos lejanos de la ciudad reverberan en los cementerios y crean efectos sonoros siniestros. Por si las moscas, algunos horneros han desarrollado rituales rápidos de santiguación para no llevarse adheridos los espíritus a casa. También usan sortijas de acero o de plata para neutralizar malas energías, pero Miguel recuerda que el caso más notorio de sugestión fue el del vigilante apodado Planchita, que todas las noches discutía con los espíritus porque afirmaba que no lo dejaban tranquilo.

Ese señor tuvo que irse cuando llegó la pandemia debido a su edad avanzada y a las enfermedades crónicas que padecía, pero los vigilantes del cementerio hasta ahora recuerdan sus gritos e insultos al aire como si lo atormentaran personas de carne y hueso. Ese ‘uon’ está loco, le decían a Miguel al día siguiente. Pero Planchita aseguraba que no lo dejaban dormir, que le abrían las puertas y que incluso estaban empezando a conversarle. Pero él nunca los dejó entablar ninguna comunicación. «Y no era esquizofrénico», me asegura.

Habíamos llegado antes de las siete de la mañana al cementerio Santa Rosa para poder conversar con tranquilidad. Pero ya eran más de las ocho y en el crematorio los venezolanos se han colocado los mamelucos y aguardan la llegada rutinaria de carrozas con cadáveres salidos de los hospitales o cualquier zona caliente de la ciudad. Fue entonces que Miguel me dijo que estaba seguro que la muerte lo perseguía.

La primera vez que trató de alejarse de sus cachuelos funerarios era bastante joven. Estaba cansado de lijar mármoles y verse como un fantasma bajo una garúa de polvo blanco. El negocio familiar pagaba los estudios de sus hermanos mayores, pero él quería volar con alas propias, verse como un joven normal y no como una estatua de cemento que podía asustar a las chicas de Barrios Altos.

Quería pero no pudo. Era todavía un adolescente cuando apareció en la marmolería un enviado de su socia la muerte. Se trataba de un mayor de la policía nacional interesado en la fabricación e instalación de mausoleos para un nuevo camposanto. En un rapto de entusiasmo, el oficial los llevó a él y a sus hermanos al terreno que habría de ser el cementerio Santa Rosa en Chorrillos, el más grande de la institución. El mismo donde hoy opera su crematorio.

Recuerda que acudió al futuro osario cuando este era un inmenso desierto y él un joven empolvado hasta las orejas.

El oficial quería concejos e ideas para diseñar y embellecer el lugar. Ese sería el inicio de una relación comercial que empujó su carrera a nuevas esferas. En resumen la muerte, que lo había contemplado crecer desde niño, ahora quería verlo prosperar. De salto en salto llegó a ser administrador de cementerios y fundó el crematorio como emprendimiento familiar cuando el servicio aun parecía una alternativa siniestra y totalmente impía: un recordatorio de las llamas del averno.

Pero él siempre pensó que no hay nada más limpio que la incineración. Y que los gallinazos y los buitres en general cumplen una misión que de a pocos está siendo valorada. Su empresa no fue la primera en el novedoso nicho pero sí la que llegó más lejos gracias a un industrioso estilo de tercerización en la que él y sus hermanos asumían el trabajo de las funerarias con tal de que estas le dejasen todos los difuntos posibles a la voracidad de sus hornos. «A 1,000 grados no sobrevive ningún virus o bacteria», señala Miguel. «Por eso cremar es mejor en pandemia que sepultar. Esta empresa no es un foco de contagio. Sabes qué es un foco de contagió? Las personas vivas son un foco de contagio». Lo dice porque hace unos meses un séquito de desinformadas autoridades municipales intervino sus oficinas principales ubicadas en Santoyo, El Agustino, esperando hallar una morgue y hornos en funcionamiento. Por supuesto que no encontraron nada. Pero eso revelaba cuanta ignorancia impera en el tema de las cremaciones. Incluso hasta hoy los vecinos de dicho local corporativo ponen sacos de arena frente a sus puertas para que sus carrozas se estacionen en otro lugar, para que los asteriscos verdes no salten dentro de sus hogares.

—A Santoyo jamás llevamos cadáveres —se enoja— Ni siquiera existe una chimenea en ese edificio.

Mi taza de café está vacía y le pregunto si puedo tomar otra.

—Claro.

—No tiene ningún truco, ¿no?

—El truco es la ceniza, responde y nos reímos

El 2019 estaba por abandonar una vez más los asuntos fúnebres y dedicarse exclusivamente al rubro de los acabados de casas y a la administración del mencionado Country Club Sisicaya, cuando aparecieron las noticias de que un virus chino andaba matando a miles por el mundo.

Ya antes había querido dejar todo para ser cantante. Incluso cantó en escenarios fuera del país. Pero cada vez que concluía un concierto y se ponía a conversar con el público, estos se enteraban de su negocio y le pedían tarjetas con miras a un futuro servicio funerario con descuento.

Como no tenía el dinero para invertir en una carrera de baladista, tuvo que volver al negocio de la muerte. El ruiseñor no podía con el gallinazo. Cuando finalmente la pandemia aterrizó en Lima en medio del pánico y la ineptitud gubernamental, Miguel Gonzales —como ya dijimos— se había preparado toda su vida para este enorme reto.

Al inicio él mismo quiso echarse para atrás. Ninguna empresa funeraria ni crematorio quería asumir el compromiso de recoger todos los cadáveres que empezaron a brotar en Lima, pero su hermano Edgar vio todo eso que llegaba como un enorme salto empresarial. Aceptaron firmar un contrato de emergencia con el gobierno para hacerse cargo de los primeros cien caídos. El pago acordado fue de 2,000 soles por cada servicio.

Adquirieron seis cámaras frigoríficas tipo container y ensamblaron tres hornos más, seis en total. Los avisos de que se venía una catástrofe sanitaria se materializaron en una avalancha de solicitudes de cremación que pudieron manejar gracias a las recomendaciones tempranas que les dio el Estado, el cliente más poderoso que alguna vez imaginaron tener.

Por eso cuando sus contenedores llegaron a almacenar novecientos muertos, él y sus tres hermanos ya tenían como costumbre trabajar en equipo: Lázaro Roberto Gonzales León en la adminitración y coordinación general, Edgar Lázaro Gonzales León en el recojo de cuerpos, Lázaro Henry Gonzales León en el área legal y Miguel Angel Gonzales León siempre a la cabeza del crematorio.

A pesar que quemaban cuerpos con prisa de fábrica taiwanesa los cadáveres seguían llegando y tuvieron casi 1,000 muertos en cola por cerca de un año. «Lo que quería el gobierno era que la calle no se llenara de cadáveres. Llegamos a ser 200 personas trabajando al mismo tiempo. Hasta un setenta por ciento eran venezolanos». Nadie deseaba que Lima se convirtiera en otra Guayaquil, la ciudad ecuatoriana donde la gente moría sofocada en las calles como en un terrible escenario apocalíptico. O al menos eso llegaba por las noticias.

Como no estaban diseñados para trabajar las 24 horas, los hornos empezaron a mostrar signos de agotamiento. Y los pocos técnicos de reparaciones empezaron a cobrar lo que les daba la gana. No quedó más solución que contratarlos a todos ellos. Piedrángel se volvió una máquina incineradora y trituradora. La manga de humo se fundía con el techo de neblina limeño: una industria de alta demanda que era el lado opuesto a la recesión en que se hundía el país semiparalizado. Apenas concluyó el acuerdo de emergencia Piedrángel concursó para obtener nuevos contratos.

Ahora, a mitad del 2021, cuando la segunda ola empieza a recular, el crematorio respira cierta paz. Y es que el gobierno dejó a cada familia la libertad de elegir entre una cremación y un entierro para su difunto. Pero todavía llegan en posición horizontal muchos individuos que se creían inmunes al bicho. Aun así, las cosas ya no serán como antes de la pandemia.

Si hasta el 2019 solo el 30 % de los peruanos optaba por la cremación, hoy la cifra se ha elevado a 60 % y seguirá subiendo. Y no es porque ya no exista espacio en los cementerios sino porque cremar resulta más económico que el nicho más barato.

—Quiero cambiar el chip de la gente —vislumbra extasiado en sus visiones con un gesto a lo Manzanero.

—Ha incinerado usted casi 19 mil cadáveres —le digo— A dos mil soles por difunto esto suma prácticamente 38 millones de soles en plena pandemia.

—Sí, algo así, pero no es solo el servicio de cremación. Incluye recojo de casa u hospital, fumigación del hogar, urna cineraria, y otros pagos. O sea, un servicio integral.

—Señor, ¿qué va a hacer con tanta plata?

La respuesta está en la sierra de Lima. En la chacra de Sisicaya donde vivió los días más dulces de su niñez junto a sus hermanos y algunos duendes: el fundo Piedrángel, el mismo nombre que lleva su funeraria.

El gran proyecto en construcción de Miguel Gonzales y hermanos es la apertura del mejor y más moderno complejo de cremaciones del mundo, asegura. El mismo que será, además, el primer camposanto para urnas en el Perú: un cementerio cinerario ideal para esas personas que no quieren guardar en casa las cenizas del ser amado y prefieren pagar un precio mínimo por un pequeño espacio de descanso eterno en un paraje hermoso.

Son 40 hectáreas ubicadas frente al Country Club Sisicaya (también propiedad suya como ya se dijo) destinadas para este cementerio colosal, un negocio redondo. Los clientes podrán visitar los restos de su muertito en medio de un clima campestre, y luego alojarse en el centro recreacional vecino para olvidarse de los problemas y gozar de la vida mientras se da un chapuzón en la más grande piscina de la zona.

—Ya este negocio nunca lo va a dejar —le advierto.

—Yo creo que no —reafirma.

No hasta que la muerte lo recoja y el fuego convierta su cuerpo en polvo, como es su más agradecido deseo

LA FICHA

Título: “El Perú en cuarentena: Crónicas desde el aislamiento”

Autor: Varios autores

Editorial: Garamond

Género: No ficción / periodismo / crónicas

Año: 2021

Páginas: 176

Tamaño: 14 cm x 21 cm

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