“Esos libros los vas a quemar o no te doy la absolución”, sentenció el sacerdote cuando la pequeña Blanca Varela, de doce años, le dijo en el confesionario que estaba leyendo las novelas de Émile Zola. Después de aquel episodio, no volvió a pisar una iglesia nunca más. Rechazó el monoteísmo católico por dos deidades que le han sido tan antagónicas como complementarias: la razón y la poesía. Podemos entender mejor las circunstancias y frutos de esa decisión trascendental -y de muchas otras que tomaría luego- gracias a “Entrevistas a Blanca Varela”, volumen insoslayable para definir, desde el plano artístico y humano, a una de las voces poéticas más consumadas -sin distingos de género, generación o corriente- que han surgido en este país.
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Leyendo las más de cuarenta entrevistas recopiladas por Jorge Valverde -quien ha hecho un magnífico trabajo de edición, al que se suma un prólogo donde consta su laboriosa capacidad interpretativa-, nos gana el convencimiento de que la percepción de la figura y personalidad de Blanca Varela han sido empañadas por ciertos preconceptos que se guardan acerca de ella. Como ocurre con la ternera acosada por tábanos del célebre poema, la imagen de su autora nos ha llegado difusa y deformada. Persiste el recuerdo de una mujer esquiva y cerebral, discreta, alejada del debate público. En estos asedios, más allá de las etiquetas que le han colgado, Blanca Varela muestra una faz muy distinta, en incesante reformulación, consciente de su contradictoria naturaleza, de su inasible densidad.
Valverde señala que una de las constantes en las declaraciones de Varela es asumir el mundo “como un proceso que involucra el cuerpo, el pensamiento y la honestidad”, materializado a través del quehacer lírico. Esa posición se encadena a otra reiterada certeza: que la poesía es un fuego apartado del fluir cognitivo: “Si razono sobre ella, si trato de colocarla en algún lugar, me alejo de la expresión poética”, aseguraba. Luego traslucía su encanto por “ese acoso, esa especie de vértigo que siento de pronto”, al saberse envuelta por el torbellino creativo. Contaba que desde niña había garabateado, en papeles sueltos, frases nacidas más allá de la conciencia, hasta que su buen amigo Sebastián Salazar Bondy le hizo notar que estaba haciendo poesía. Se cuidaba mucho de separar su yo racional y sensato del que se prestaba a esa privada locura en verso. Afirmó que existían dos Blancas Varela muy distintas, que con el paso del tiempo se terminaron aceptando, no sin dificultades: “un poco me asustaba esa señora que escribía”.
Varela jamás rehuyó los temas controversiales ni optó por recluirse en una ascética torre del marfil. O al menos, no del todo. Se pronunció, en las distintas oportunidades que tuvo, sobre la coyuntura y nuestras perspectivas como nación, siempre con un pesimismo que el Perú donde vivió corroboraba década a década: “Creo que estamos pagando las consecuencias de lo que yo llamo una bastardía. Una bastardía histórica e intelectual”. Aunque se declaró de izquierdas desde muy temprano, lo hizo con una independencia y libertad de criterio que eran bienes escasos entre sus colegas. Cuando se le pregunta por Cuba, condena el bloqueo, pero a la vez agrega que el pueblo de la isla debería tener derecho a elegir su propio destino. Y al mencionársele a Javier Diez Canseco, icono del socialismo autóctono, no titubea: “Por las gentes dogmáticas, fanáticas, no voy a votar en la vida. En la vida”.
Aún más complicada fue su relación con el movimiento feminista. Varela pensaba que aquel activismo partía de un lugar de inferioridad, y que ella, en cambio, se sentía en “un plano de competencia” que no le permitía considerarse una víctima. Profundizando en dicho punto, delineó un modo muy personal de entender la libertad como mujer y poeta: “No tengo esa obsesión de los escritores hombres de hacer la creación la totalidad de su vida. La parte doméstica, los hijos y el matrimonio forman parte importante en mi vida y de alguna manera definen el tipo de poesía que puedo hacer.” Si esto resulta objetable al lector, es lo de menos. Porque Blanca Varela fue, hasta el final, esa niña que leía a Zola: nunca esperó las absoluciones de nadie.
LA FICHA
Editor: Jorge Valverde
Editorial: Isegoria
Año: 2020.
Páginas: 342 pp.
Relación con el editor: ninguna.
Valoración: ★★★★★ de 5 posibles
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