Fotografías del libro "San Pedro de Lima" (Foto: BCP)
San Pedro de Lima
Enrique Planas

Cuenta el sacerdote jesuita José Enrique Rodríguez, párroco titular y de la iglesia de San Pedro, que cuando llegaron los jesuitas a la Ciudad de los Reyes, el domingo 28 de marzo de 1568, un eclipse solar dejó en penumbra el Callao. Los marineros, supersticiosos como pocos, vieron en esos 12 minutos de oscuridad una manifestación de la santidad de los religiosos españoles cuya nave acababa de fondear. La noticia llegó en horas a Lima, y los curiosos, a caballo o en calesas, recorrieron aprisa las dos leguas que los separaban del puerto para conocerlos.

Tras arribar a Lima se hospedaron en el convento de los frailes dominicos y se invitó al padre Ruiz de Portillo, superior de aquellos viajeros, a predicar en la iglesia de Santo Domingo. Cuentan que el templo resultó pequeño: a poco de iniciado el sermón, un temblor desafió al sacerdote en el púlpito, pero tanto él como los clérigos y los feligreses se mantuvieron imperturbables. Los jesuitas habían llegado a tierras donde los milagros y la inestabilidad eran cosa común.

HISTORIA DE UNA ORDEN
Volumen número 45 de la colección "Arte y tesoros del Perú", el libro "San Pedro de Lima" reúne a importantes especialistas no solo para investigar en el patrimonio artístico y arquitectónico de este hermoso inmueble colonial, sino para dar cuenta de su importancia como centro de la misión jesuita.

Así, el sacerdote John W. O’Malley, doctor en Historia por la Universidad de Harvard, investiga en el compromiso de esta orden con la escolaridad formal de los jóvenes laicos, a quienes instruían en los clásicos literarios de la antigüedad pagana (libros que las viejas órdenes vedaban a sus miembros). "Los jesuitas tenían que ser tan ilustrados en Cicerón como en la Biblia", escribe.

Por su parte, el historiador y catedrático jesuita Juan Dejo Bendezú aborda las misiones de la Compañía de Jesús entre los siglos XVI y XVIII. Para él, no se puede entender la dinámica de la labor jesuita sin pensar en el rol trascendental de los "ejercicios espirituales", la práctica espiritual que caracteriza a la orden fundada por San Ignacio. "La dimensión expansiva de la fe como objetivo fundamental del instituto ignaciano, nos ayuda a entender la dinámica de los colegios y de sus misiones en todas partes del mundo", señala.

Un ministerio educativo que en el Perú, como desarrolla Pedro Guibovich, se volcó en instituciones jesuitas tan importantes como el Colegio Máximo de San Pablo, los colegios para religiosos, el noviciado de San Antonio Abad; los colegios para seglares y para caciques, así como la imprenta de Antonio Ricardo y la desaparecida biblioteca de San Pablo.

LOS TRES TEMPLOS
A pocos días de llegar a Lima, después de sopesar opciones, los Compañeros de Jesús se establecieron en la manzana donde hoy se ubica la iglesia de San Pedro, entonces formada por doce solares atravesados por dos acequias que irrigaban árboles frutales.
Los misioneros fundaron allí la iglesia de San Pablo (llamada San Pedro de Lima tras el destierro de los jesuitas en 1767). Hasta hoy, nadie sabe ciertamente cuál fue la ubicación exacta de aquel primer templo en esa manzana, pero lo que sí está claro es que se constituyó rápidamente en el centro neurálgico de la expansión misionera jesuita en los siguientes 200 años.

El historiador de arte Gauvion Bailey estudia la arquitectura de la iglesia de San Pedro, señalada como la más temprana e importante de las fundaciones jesuitas en Hispanoamérica. Bailey investiga en las tres reconstrucciones sucesivas, desde el primero, un pequeño edificio de ladrillo, piedra y techo de madera, construida el mismo año de la llegada de la orden a Lima; el segundo, erigido por el superior Jerónimo Ruiz de Portillo entre 1569 y 1574, convertido en el centro de la vida religiosa limeña; y el tercero, el que hoy conocemos, concluido en 1638 tras 14 años de trabajo, gracias a la iniciativa del procurador napolitano Niccolo Mastrilli. Espaciosa y de amplia cabida, resultaba más luminosa que su modelo romano, el Gesù, la iglesia madre de los jesuitas (1580).

"La consagración del templo fue uno de los acontecimientos más pomposos y memorables en la historia de la joven colonia. Incluyó procesiones ostentosas, estandartes, efigies sagradas y altares temporales levantados en las calles, abundantes fuegos artificiales y mucha música", recuerda el historiador.

Si bien la iglesia actual es, en esencia, la misma edificación del siglo XVII, San Pedro ha debido pasar por diversas vicisitudes, como fueron los terremotos de 1687 y 1746, la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, la venta de la propiedad a los padres del oratorio de San Felipe Neri tres años después, así como las desafortunadas reconstrucciones de su fachada realizadas a fines del siglo XIX y mediados del XX, que arruinaron su carácter colonial para remozarla siguiendo el estilo neoclásico.

EL MAPA DEL TESORO
"San Pedro de Lima" da cuenta del triunfo del arte barroco peruano: pleno de monumentalidad, riqueza y fantasía. Pero el libro no trata solo de destacar la calidad artística de las obras que, sobre lienzo, tabla o metal, se distribuyen por todo el templo, colgadas en los muros o encastradas, a manera de medallones, dentro de retablos, relieves y sobrepuertas. Como señalan los historiadores Luis Eduardo Wuffarden, Rafael Ramos y Ramón Mujica, las alegorías propias del arte virreinal de los jesuitas grafican, como ninguna otra orden religiosa, un programa estético-ideológico emprendido por la Compañía de Jesús en estas tierras. Escenas que producían en los fieles efectos psicológicos: la mezcla del asombro y la maravilla.

Prueba de ello es, por ejemplo, la escultura del Niño Jesús de Huanca (conocido como el Niño Jesús Inca) o el lienzo de la Circuncisión de Jesús, donde pueden verse los retratos de los cófrades (donantes) indígenas, que testimonian cómo, en tiempos de rebeliones indígenas a mediados de siglo XVII, los caciques indígenas, discípulos de los jesuitas, se presentaban como leales vasallos del rey de España.

Tras su expulsión del país en 1767 por orden del rey Carlos III, los interventores procedieron a buscar con picos y palas en ese solar el mítico tesoro que, según los maledicentes, escondían los jesuitas. Sin embargo, nunca pudieron hallarlo. Es la torpeza de quien busca lo obvio: bastaba levantar las cabezas para entender que aquella riqueza estaba a la vista.

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