Un poeta se mira a sí mismo a través del polvo del cañaveral de Laredo, en Trujillo, bajo un sol ardoroso. Su propia vida. José Watanabe, además de curtirse del inclemente sol del desierto, bebió grandes sorbos de la sabiduría del haiku que su padre Harumi, inmigrante del País del Sol Naciente, leía hasta extenuarse en su purificación del alma. También condimentaba su personalidad con el humor, la superstición y la dureza de Paula Varas, su madre. El ojo poético de ‘Wata’ dejó de latir el año 2007. Cees Nooteboom, escritor holandés, dijo que los poetas hablan más allá de la muerte. Watanabe lo hace a través de un sobrio pero poderoso lenguaje, intenso, de desgarradoras y potentes imágenes. “Soy contemplativo, no sé si sea herencia genética, si es forma cultural que me enseñó mi padre, o es que había nacido aunque no hubiera tenido un padre japonés”, sostuvo Watanabe en alguna ocasión. “Mucho me quieren estereotipar, me quieren japonizar. O sea, soy producto de dos grandes culturas: la japonesa y la andina. Y yo me siento representante de las dos. Yo escribo nomás”.
Luego de publicar su primer libro “Álbum de familia” (1971), el poeta se sumió en un profundo silencio. Dieciocho años tardó, como si lo hubiera decidido para aguzar su mirada, en publicar “El huso de la palabra”, en 1989, por el sello Colmillo Blanco de Jorge Eslava. Textos de sencillez filosófica, contención y sabiduría. El libro era hasta hace poco inhallable, pero gracias a la oportuna iniciativa de Lustra y la Asociación Peruano Japonesa, el lector tiene nuevamente la posibilidad de conectarse con la segunda entrega de Watanabe. Se incluye en la edición el arte visual de su hija Maya, prólogo de Miguel Malpartida y epílogo de Diego Alonso Sánchez. Víctor Ruiz relata así la importancia de este volumen: “Constituye una especie de paleta de pintor en que el poeta despliega registros y recursos que irá desarrollando en sus siguientes libros. Aquí están todos sus colores, sus tonos y texturas”. Posteriormente, vendrían “Historia natural” (1994), “Cosas del cuerpo” (1999), “Antígona” (2000), “Habitó entre nosotros” (2002), “La piedra alada” (2005) y “Banderas detrás de la niebla” (2006).
EL HUSO DEL RETORNO
Watanabe venía recuperándose del tratamiento contra el cáncer que libró en Alemania. Amigos como el artista gráfico y escritor Lorenzo Osores se enteraron de la triste noticia a muchos kilómetros de distancia (Osores vivía en Pekín). “Felizmente, al poco tiempo me enteré que José había sobrevivido con medio pulmón menos a la maldita enfermedad”, recuerda. Cuando llegó a Lima, el poeta sufría un cuadro fuerte de depresión, un agujero emocional acentuado por la ruptura con su compañera Gredna Landolt. Lo paradójico fue que a contracorriente de este clima existencial, “El huso de la palabra” era un éxito. Su hermana Teresa, un verdadero ejemplo de abnegación y amor fraterno, no solamente costeó gran parte de los gastos, pasajes, internamiento, operación y medicamentos; ella estuvo todo el tiempo a su lado, cuidándolo, dándole verdadero cariño, narra Osores.
“El huso de la palabra” fue ganando espacio, la revista “Debate” lo consideró el mejor libro de la década de los ochenta; intelectuales y escritores hablaban de él. Sin embargo, el poeta de Laredo no tenía prisas en publicar y así apunta Marco Martos en relato de Maribel de Paz: Watanabe escribía por ciclos, indiferente al apresuramiento y fiel a esa rara alegría de pelear con el lenguaje.
La carátula del volumen y las portadillas de cada sección fueron diseñadas por Maya, hija menor del poeta. “Las imágenes tenían que venir ‘expulsadas’ de los textos. Elegí realizar los visuales de ‘El amor y no’, ‘Lo mismo la palabra’ y ‘Krankenhaus’”, explica. “Intenté fotografiar objetos que tuvieran una carga personal”, añade. Por ejemplo, la manzana de “El amor y no” fue tallada por él, la espina de la carátula la arrancó en un paseo “y con ella se dedicó a pincharnos”. Imagino, cuenta Maya emocionada, toda su expectativa y cariño por el libro, “ya que fueron años de convalecencia”.
Textos como “Mi ojo tiene sus razones”, “Como si estuviera debajo de un árbol”, “Imitación de Matsuo Basho”, “La mantis religiosa”, “La ballena (metáfora del descasado)”, “Los versos que tarjo”, “Trocha entre los cañaverales”, “La risa” y todos los de la sección “Krankenhaus” aglutinan tópicos recurrentes, la cotidianidad observada a través de su mirada detallista y metafísica, su infancia en Laredo, la relación con su padre y su madre, las referencias a la zoología para esbozar memorables metáforas de vida resueltas en el devenir de la existencia y, por supuesto, el tema de la muerte que lo acompañara asiduamente desde la niñez, ya que en su pueblo del norte del Perú era común que los niños de su entorno murieran por enfermedad o la precaria situación en que vivían.
CARIÑO TACITURNO
“Cuando me cuentan cosas de él, me río imaginándolo”, sonríe Juan Acevedo, humorista gráfico y amigo. “Wata, Pepe, Chino. También supe que le decían Sabú, porque su rostro no hubiese desentonado como logotipo de la marca de té. Era chino guapo, con jale entre las mujeres. Tenía cierto halo de misterio por su mestizaje japonés y peruano del norte”.
Le gustaba remarcar su condición de poeta insular. Llenaba paredes de los bares con versos de Luis Hernández: “Solitarios son los actos del poeta, como aquellos del amor y de la muerte”, relata Osores. “Conocimos a Tilsa Tsuchiya e hicimos una hermosa amistad que lindaba con lo real maravilloso”, confiesa. El trío era inseparable. Además de poeta, narrador y dramaturgo, José fue guionista de cine, productor de programas tele-educativos, publicista, tallador, diseñador de juguetes y de máscaras, y como todo laborioso nikkei, era experto en ikebana y origami.
Tenía una forma muy personal de combinar sus silencios y su palabra, recuerda Acevedo, “el gesto de sus labios, con parsimonia, aparente desgano y confianza. Cuando reía, lo hacía con ganas, y entonces lo encontraba más serrano del norte que oriental”. Víctor Ruiz remarca: “En medio de una conversación, Pepe podía sacar papelitos en los que anotaba ideas que la conversación generaba y sobre los que después trabajaba”. Acevedo recuerda el 1986 en Berlín: “Llovía a mares, el chino ya sonreía desde una ventana alta. Pero estaba sentido. Lo habían operado hacía pocos días, me mostró una cicatriz grande en el torso. En Lima se pensaba que se iba morir”. “Me dijo que había atravesado el infierno”, narra. “Es como si viera a Pepe esa vez, la risa en sus ojos y la expresión gozosa de niño”. ¡Salve, poeta!
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Lugar: Centro Cultural de España. Dirección: Natalio Sánchez 181, Santa Beatriz.
Día y hora: Jueves 18 de junio, 7:30 p.m. Entrada: Libre.