Un 12 de febrero de 1984, el escritor argentino Julio Cortázar dejaría de jugar rayuela en el mundo para hacerlo en la eternidad. Este año no sólo se cumplen 30 años desde su muerte, también el centenario de una vida dedicada a las letras y su gran pasión musical, el jazz. De hombre larguirucho con cara de niño al de crecidos cabellos y barbas, su obra ha quedado para el mundo como esa ruptura y esa búsqueda del cambio en la literatura. En Huellas Digitales recordamos diversas etapas de la vida del Cronopio Mayor.
“Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón”, describía el joven periodista Gabriel García Márquez al ver a uno de sus ídolos literarios, al que esperó por varios días en el café Old Navy de París para un “casual” encuentro: era Julio Cortázar.
Es que a Cortázar se le distinguía de lejos por su larga figura y el rostro eterno de la juventud. Por ser el Cronopio Mayor, el inventor de juegos y el renovador -e inventor- de la palabra. Desde hace tres décadas ya es uno de los célebres huéspedes del Montparnasse. Cuando murió en el hospital Saint Lazare en París estuvo acompañado por su primera esposa, Aurora Bernárdez, y refugiado en el recuerdo Carol Dunlop, su gran amor fallecido en 1982.
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