Hay dos problemas a la hora de redescubrir nuestra historia: La primera tiene que ver con la necesidad de desaprender la que leímos en los manuales de texto escolar, superficiales y supeditados a los intereses de los gobiernos, una historiografía basada en héroes y fechas, incapaz de advertir matices y que eliminó a las mujeres casi quirúrgicamente. Por otro lado, la dificultad de elegir lecturas en tiempos en que abundan las investigaciones académicas, lúcidas aunque desarticuladas, escritas con un lenguaje especializado al parecer dirigidas solo a los mismos historiadores, muchas veces cerrados en sus propias discusiones. Pero hay libros que, teniendo en cuenta a lectores no iniciados, ofrecen una mirada más panorámica, que incorpore la riqueza de los procesos históricos, atentos a la complejidad de las relaciones humanas y la influencia del contexto internacional. Libros que no buscan alcanzar una verdad histórica, sino que nos recuerdan que la narrativa con la que plasmamos nuestro pasado siempre está en revisión, no solo por los nuevos hallazgos, sino por las renovadas baterías de preguntas que formula cada generación. “Las luchas por la independencia (1780-1830)”, de la historiadora hispano-peruana Marina Zuloaga, recientemente editado por el Instituto de Estudios Peruanos, es uno de esos libros generosos en nuevas preguntas.
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Hablando de preguntas, si hay una que obsesionó a la historiografía peruana en la segunda parte del siglo XX, fue aquella que inquiría, dicotómicamente, si la independencia en el Perú fue un proceso “concedido” por las repúblicas vecinas o fue impulsada por nosotros mismos. Una pregunta que sembraron Heraclio Bonilla y Karen Spalding en su influyente libro “La Independencia en el Perú: las palabras y los hechos” (1972), libro ciertamente mucho más rico y complejo que aquella única cuestión, pero que, por alguna razón, se clavó en la imaginación (o la vergüenza) de los investigadores locales. Sin embargo, en el libro de Zuloaga, esa pregunta se ve largamente superada al mostrarnos la compleja coyuntura política de las potencias a inicios del siglo XIX, demostrando que lo que se vivió en el Perú en el proceso independentista fue una tormenta perfecta. “Como advertían los propios Bonilla y Spalding, si uno ve el resto de los procesos independentistas, las condiciones del Perú no eran las mismas que las del Río de la Plata o Nueva Granada (los territorios de Venezuela y Colombia). Eran condiciones muy diferentes, pues Lima era el centro neurálgico del poder monárquico en América del Sur”, señala Zuloaga, profesora del departamento de Humanidades de la universidad de Lima y en la Unidad de Posgrado de la universidad Nacional de San Marcos.
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—Si me permite la comparación, Lima era como la Estrella de la Muerte en “Star Wars”.
(Ríe) ¡Efectivamente! Lima era el símbolo de la grandeza y las riquezas del virreinato, el emblema del poder monárquico en América del Sur. En Lima el virrey estaba dispuesto a defender la causa del rey y enfrentar los movimientos separatistas que se producían en el Río de la Plata, en Chile, en Charcas, en Quito, en Nueva Granada, donde se vivía una explosión por la búsqueda de una autonomía. No se buscaba la independencia entonces, pero una cosa fue conduciendo a la otra.
—¿Cuán responsables fueron los propios borbones con sus reformas de su propia caída?
Hay que ver a los borbones como una dinastía que intentó modernizar la monarquía. Para hacerlo tuvieron que romper muchos de los sentidos comunes que, a nivel político y social, se manejaban desde siglos pasados por la casa de los Habsburgo. Los borbones tenían una visión de transformación de la sociedad, con su horizonte ilustrado buscaban, según ellos, la felicidad de sus súbditos. Al poner énfasis en los aspectos económicos se erosionó muchos de los principios que regían gran parte de la sociedad del virreinato en Perú.
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—Con los Habsburgo, en el siglo XVI y XVII se hablaba del Reino del Perú, mientras que con los borbones pasamos a ser una colonia. ¿Las revueltas indígenas, incluso las de Túpac Amaru, tuvieron que ver más que con volver al antiguo sistema que a un sueño independentista?
No lo diría tan así. La sociedad indígena en el periodo de la independencia tuvo mucho protagonismo. Componía la mayor parte de la población y constituía lo que se llamaba “la República de Indios”, con autonomía política, autogobierno y recursos económicos propios, muy presionados por las reformas borbónicas y un proceso de crecimiento económico y demográfico.
—¿Cree que la forma de gobierno de los Habsburgo podría haberse mantenido en el tiempo?
Es una buena pregunta. Creo que ya estaban erosionadas por todos los lados. La sociedad del siglo XVIII, con o sin los borbones, ya se encontraba en un proceso de transformación. Todos los grupos sociales buscaban mayor participación e igualdad, cada uno con sus propios caminos, recursos y posibilidades. El sistema del antiguo régimen provocó la Revolución Francesa a causa de su desgaste. Aparecían ideologías novedosas, la ilustración, el liberalismo político, el capitalismo, las nuevas formas de intercambiar productos. Todos esos cambios removían los cimientos de un régimen en descomposición.
—¿Por qué la historiografía tradicional nunca habla de Napoleón como un actor importantísimo en el proceso de la independencia americana?
Es verdad. La asunción de Napoleón al trono y sus políticas tenían en su mira a América como un gran mercado y territorio de acopio de materias primas. A España se la veía como una potencia en decadencia, aunque los monarcas españoles no lo reconocieran. El propio enfrentamiento entre Fernando VII y su padre Carlos IV fue aprovechado por Napoleón para atraer a la familia y terminar secuestrándolos. Hasta entonces, el poder de la monarquía estaba personalizado en la figura del rey, y para todos sus súbditos, en España, Filipinas, Panamá, el Río de la Plata o el Perú, era él quien encarnaba la soberanía y nadie había cuestionado eso antes. Pero, de pronto, ya no había rey. La invasión napoleónica en España podría haber resultado un paseo para Napoleón, pero se complicó enormemente por la revuelta de su población.
—¿Cuándo cree que terminó por desmoronarse la identificación popular con el Rey en las colonias?
En la vida de los peruanos de entonces, el cumpleaños del rey se celebraba como si se tratara de un pariente. La llegada del Virrey a Lima, su representante, se celebraba como un acontecimiento que involucraba a toda la población. Como ahora los desfiles por fiestas patrias, existía el Paseo del Pendón Real en todas las ciudades. Todos acudían para ofrecer su lealtad al rey, pero también a plantearle sus demandas. El Rey era la figura central porque de él emanaba la justicia. Era el árbitro en todas las disputas entre sectores tan heterogéneos de la sociedad. Si moría el rey todos estaban de luto, si nacía un nuevo miembro de la familia real, era motivo de celebración.
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—Lo que hoy solo sobrevive en las revistas rosa...
Son el último bastión, efectivamente. Cuando desaparece la figura del Rey, se da lo que han explicado muchos historiadores: “la retroversión de la ciudadanía”: en el imaginario y las bases jurídicas de la época se pensaba que el Rey era soberano por una cesión que hacía el pueblo. Entonces, cuando no estaba la cabeza, la soberanía revertía al pueblo representado en los cabildos. Cuando se supo en América la noticia de que el rey había desaparecido tras la invasión de Napoleón, Fernando VII recibió una respuesta unánime de adhesión. ¡Nunca tuvo tanta popularidad como en 1808! Napoleón, por el contrario, representaba al diablo, por cuestionar los principios de la monarquía. Se crearon entonces en España las juntas de gobierno, que se replicaron luego en América. Todo un movimiento político que finalmente derivó en las Cortes de Cádiz.
—En toda América se hicieron juntas de gobierno, salvo en el Perú.
Porque aquí estaba en Virrey. Era una figura muy fuerte.
—Siendo las medidas borbónicas lesivas para los intereses del Perú, ¿Por qué parte de los sectores criollos seguían defendiendo al rey?
Para los criollos de Buenos Aires o los de Nueva Granada, empoderados económicamente por las medidas liberalizadoras borbónicas, fue más fácil decidir por la independencia. ¿Por qué depender de Lima o de España si podían gobernarse por sí mismos? Pero Lima concentraba todavía un poder y por ello el virrey Abascal toma la bandera de la contrarrevolución frente a todos los movimientos autonomistas.
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—En su libro, San Martín y Bolívar ocupan mucho menos espacio que el que les otorga la historia tradicional...
El hecho de que ellos llegaran al país es fruto de una serie de contingencias históricas que nada tienen que ver con la mayor o menor sentimiento patriota que aquí se pudiera tener. Creo que nuestra independencia hubiera llegado de todas formas, como sucedió con el virreinato de Nueva España (México), donde las élites criollas, aristocráticas, y medias, también se mostraban dubitativas. Sin embargo, supieron acomodar el proceso a sus propias necesidades y ritmos. México había tenido sus propias revueltas, pero sus élites, comandadas por Iturbide, un importante militar que había pertenecido antes al bando realista, logró negociar, amainar las posiciones más revolucionarias y negociar con la corona para declarar la independencia, sin necesidad de libertadores. Pienso que las élites criollas del Perú hubieran querido una solución a la mexicana.
—¿Habríamos podido ser independientes sin San Martín y sin Bolívar entonces?
Ellos necesitaban liberar al Perú para que las naciones que se estaban creando pudieran sobrevivir. Pero eso no significa que el proceso independentista se hubiera dado o no. Al final, pienso que habría terminado dándose, pero de una manera mucho más desde adentro. Había ya élites criollas convencidas de que se necesitaba mayor autonomía o la independencia misma. La idea del Americanismo, América como un territorio con sus propias necesidades y destino independiente de la península, ya había surgido con figuras como Vizcardo y Guzmán en el Perú. Su “Carta a los españoles americanos” fue un emblema que luego retomará Francisco de Miranda, otro adalid del americanismo.
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—¿Cómo ve el proyecto de San Martín de instaurar una monarquía para el Perú?
Después de la caída de Napoleón, los absolutismos europeos cobraron fuerza, y para que se les reconozca la independencia, en el Río de la Plata un líder como Juan Martín de Pueyrredón pensó que si buscaban un rey de Europa habría una cierta continuidad. O’Higgins pensó en lo mismo para Chile. En el caso del Perú, San Martín lo vio mucho más necesario para evitar luchas intestinas en una sociedad más tradicional, donde la imagen de un monarca estaba más acentuada.
—Quienes hablan de que la independencia fue casi concedida para los peruanos se respaldan en los terribles 20 años posteriores vividos tras la independencia, marcados por crisis económicas y pérdidas territoriales. ¿Eso habla de un país sin proyecto para enfrentar su vida independiente?
Hay que tener muy en cuenta que la independencia se produjo con Bolívar. Y Bolívar no era una persona que dejara las cosas al azar. Él tenía una visión geopolítica en la que el Perú era solo una parte, una visión continental que fracasó en el Congreso de Panamá. En esa visión se creó Bolivia con ayuda de Sucre, lo cual creó los problemas que luego se intentó revertir con la confederación Perú Boliviana para reconfigurar esos territorios. Por otro lado, la crisis económica la tuvieron todos los países que se habían independizado. Lo que pasa es que en el caso del Perú, gran parte de sus activos económicos estaban en manos de la aristocracia terrateniente expulsada del país y fue muy difícil, de momento, revertir esa pérdida. En ese momento tan difícil de transición, quienes sacaron las castañas del fuego fueron las poblaciones indígenas (ya llamados entonces ciudadanos peruanos) cuyos tributos suponían la mitad del presupuesto de la joven República. Fue una transición compleja, en la que los militares habían ganado mucho poder, y cada uno tenía su propio proyecto.
—En su libro, leemos sobre corrupción, crisis de la representatividad e intrigas políticas hace 200 años. Inmediatamente eso nos remite a la inestabilidad actual. ¿Renovar nuestra mirada histórica nos permite comprender un presente siempre inestable?
Cuando escribía el libro, también a mí me resultaba muy actual. Son otros protagonistas, otros tiempos, pero las luchas se repiten al final: todos queremos reconocimiento, mayores posibilidades de participación, mayor capacidad del poder para atender nuestros reclamos. Siento que la polarización y la inestabilidad que se llegó a vivir en esos veinte años de inestabilidad e incertidumbre política se parecen mucho a lo que vivimos hoy. Eso se nota al ver los procesos electorales: las regiones y la capital con imaginarios políticos diferentes y una lucha por sentirse reconocidos muy transversal. La promesa de igualdad jurídica que nos trajo la independencia no se trasladó a la equidad social. Y eso es lo que nos sigue pesando.
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