Hundir los dientes en el cuello, perforar la tierra con un pozo petrolífero. “Malasangre”, novela de la escritora venezolana Michelle Roche Rodríguez chupa la atención del lector por sus símbolos históricos, sus guiños a la novela de formación devenida en aventura gótica. Diana, su protagonista, empieza a sentir la sed de sangre cuando en la Caracas de principios del siglo XX, regida por la dictadura de Juan Vicente Gómez, lo que se espera de una señorita de su edad no es otra cosa que conseguir un buen esposo. Mientras tanto, una conservadora sociedad rural y post colonial comienza a experimental los vertiginosos cambios que supone el “boom” petrolero, y el régimen militar también muestra sus dientes.
Diana cuenta su historia en primera persona, sumando al romanticismo y al gótico una militante sensibilidad feminista. Nos habla desde el punto de vista de la mujer que recuerda con furia su infancia y adolescencia, desde el exilio, acostumbrada ya a vivir de la sangre de sus víctimas. Una voz marcada por el resentimiento y por la sobrevivencia al conservadurismo de la sociedad agraria caraqueña en los años veinte, el ‘crack’ de la bolsa en 1929, el París previo a la pesadilla de la Segunda Guerra. Su relato de sobrevivencia dialoga directamente con la realidad venezolana a la que metaforiza.
“Yo no concebí esta novela con un ánimo gótico o fantástico”, confiesa la autora caraqueña, radicada hace años en Madrid. “Lo que yo hice fue localizar el terror gótico en algo exterior a mi “monstrua”, la dictadura de Juan Vicente Gómez. Esa sí que fue muy real”, añade. En efecto, mientras Diana, su personaje, busca un lugar en el mundo, a su alrededor se suceden los crímenes del gomecismo, las torturas e incluso el asesinato de hermano del dictador, a cuchillada limpia. “Por eso la vampira protagonista no es terrorífica, los que dan miedo son los demás”, afirma Roche Rodríguez, lectora del género fantástico desde muy joven, más fiel del clan Poe que de los seguidores de Lovecraft. “Mi interés por lo vampírico siempre ha estado del lado de la literatura. Yo creo que la imagen básica del vampiro se perdió con el cine y su espectacularidad. ¿Sabías que para su “Nosferatu” (1922), Murnau inventó la posibilidad de que el vampiro muriera al exponerse al sol porque no quería pagar derechos de autor a la viuda de Bram Stoker?”, dice.
Has señalado que, al inicio, te planteaste tu libro como una novela de formación, la clásica ‘Bildungsroman’. ¿Cómo derivaste a una historia de vampiros?
Al inicio, lo único que tenía en mi cabeza era la imagen de una chica medio monstruosa, que tenía una pelea muy fuerte con sus padres al no permitirle continuar en el colegio. Me pregunté entonces en qué momento de la historia de Venezuela podía suceder esto sin que la familia enfrentara una sanción moral de su sociedad. Y ese momento eran los años veinte. En esa década, en Venezuela emergían la dictadura de casi treinta años de Juan Vicente Gómez, la revolución petrolera y su cultura de la riqueza fácil y, finalmente, una beligerante revolución feminista. Puedes trazar un paralelismo perfecto entre lo que fueron las sufragistas de los años veinte y el actual #MeToo. Cuando descubrí la imagen de la “vamp” de la época, sintonizó con mi personaje, esta chica que se sentía monstruosa por rebelarse contra sus padres. Entonces volví sobre mis lecturas de vampiresas, cómo eran antes que las absorbiera el cine de entretenimiento, antes de “True blood” y de “Originals”. Hubo un libro fundamental, “Algo en la sangre”, la biografía secreta de Bram Stoker escrita por David J. Skal. Allí cuenta la historia no solo de su vida y del momento en que escribe Drácula, sino de todo lo que sucedía en la sociedad victoriana de fines del siglo XIX, cuando emergen todos estos monstruos fantásticos. Allí es cuando pensé localizar a mi vampira en su contexto real.
Hoy las vampiras están de moda, pero hasta hace muy poco, brillaban por su ausencia en las novelas. ¿Por qué?
Tiene que ver con la noción de un monstruo siempre masculino. El vampiro es un depredador, que chupa la sangre, que se aprovecha del otro. Hay una cosa en él que todos reconocemos: el hecho de sentirse abusado por otro. ¿Quién no se ha sentido vampirizado por los políticos, oír una esposa o un esposo, por una madre o un padre, por sus propios hijos? El mito del vampiro está dentro de nosotros porque trata sobre el sentirse abusado y sentirse abusador también. Antes del siglo XX, era muy difícil imaginarse a una mujer depredadora. Pienso en “La condesa sangrienta” de Valentine Penrose con traducción de Alexandra Pizarnik. Allí se cuenta la vida de Erzsébet Báthory, mujer que existió de verdad, que mataba a doncellas para hacerse cremas. Su monstruosidad era real, aunque como parte de la sociedad medieval ella no concebía sus actos como violencia, pues aquellos que ella maltrataba “no existían”, no tenían sangre noble.
Desde el comienzo de tu novela, uno advierte que los símbolos se iluminan unos a otros: tenemos la sangre, por un lado, clave en la novela vampírica, pero también el petróleo, centro de la historia venezolana del último siglo. Ambos fluidos parecen tener la misma viscosidad.
La imagen de un pozo petrolero es la de grandes dientes hincados en la tierra. Esa imagen nació con mi personaje, en el momento en que ella empezaba a sentirse vampirizada. Aunque sé que hay grandes diferencias entre una y otra, sabía que al escribir sobre el gomecismo tenía que hablar de una manera velada del totalitarismo chavista y madurista. Ellas coinciden en las torturas, en el miedo a salir a la calle, en la presencia de los “enchufados”, en la sustitución de clases sociales. No hay manera de salir de un dictador sin salir de todos estos chupasangres. En el caso petrolero de Venezuela, lo que hubo fue una sustitución de una clase social por otra: el blanco criollo, el dueño de la tierra, se sustituyó con el nuevo rico generado por la explotación petrolera. Sucede igual con el madurismo y por eso no podemos salir de él. Hay mucha gente que come directa o indirectamente de allí. Es como como una corteza de bichos que protege al poder.
Suele decirse que con la aparición de Chávez se rompió una larga tradición democrática en Venezuela. Al descubrir los crímenes del gomecismo en tu novela, me pregunto sí Chávez y Maduro son más bien una continuidad en una historia de regímenes dictatoriales.
Es cíclico. Una de las grandes tragedias de Venezuela tiene que ver con la seducción por el caudillo. Cuando comencé a investigar para “Mala sangre” comencé a leer muchos ‘blogs’ de gente que se decía fanática del General Gómez y de su época. ¿Cómo es posible que gente que lleva 20 años viviendo bajo una dictadura como la chavista aún pueda pensar que una bota militar arreglará el país? No solo fue la dictadura de Vicente Gómez, que dura hasta 1935, sino también la de Marcos Pérez Jiménez a fines de los años cuarenta, un militar con una dictadura “desarrollista” que llegó al poder cuando la revolución petrolera estaba en su máximo nivel. Le dieron un golpe de Estado en 1958 y a partir de entonces comenzó la democracia venezolana. Es muy simbólico que una de las primeras cosas que hizo Chávez en su campaña de 1998 fuera comunicarse con Pérez Jiménez en España para mostrar sus bondades, como una manera de limpiarse frente a la clase media venezolana. De alguna manera, a este dictador se le asocia con el desarrollo de las comunicaciones y el urbanismo, y por ello los venezolanos asocian la modernidad a las botas militares. Emmanuel Kant decía que la modernidad significa salir de la infancia y aprender a pensar por uno mismo. Él se refería a las sociedades monárquicas de fines del s. XVIII, pero funciona igual para la Venezuela actual. Cuarenta años después, la gente vuelve a elegir a un militar para que se eternice en el poder.
Denunciando ese militarismo histórico, tu heroína plasma una visión feminista.
La propuesta de “Mala sangre” es feminista al equiparar militarismo con patriarcado. Para mí, el militarismo es la expresión máxima del patriarcado.
A veces muchos escritores y autoras prefieren sugerir una mirada feminista en sus historias. En tu novela, desempolvas el término “comprometida” para la causa.
Tuve la suerte de que, en los años veinte, nacieran las llamadas “vamp”, una creación de la cultura patriarcal para llamar a las sufragistas de entonces. En esa época, la mujer se organizaba para reclamar sus derechos civiles y el gran miedo de los hombres era que sus esposas votaran en contra de lo que ellos decían. Así, para satanizarlas, para convertirlas en monstruos, las llamaban “vamp”. Dentro de la novela hay dos escenas muy vampíricas, una, cuando el padre de la protagonista se convierte en vampiro al ser mordido por una prostituta. ¡Es un homenaje a la historia tradicional del vampirismo! La otra, ocurre cuando la familia va a ver la película “Había un necio”, con Theda Bara como vampira. No era una vampira chupa sangre, sino más bien metafórica, una mujer con deseo, mientras los hombres se vuelven locos con ella, capaces de dejar a esposas e hijos por salir corriendo tras ella. Así como hoy se utiliza el término “feminazi” para demonizar a las mujeres, en aquella época las llamaban “vamp”. Y yo juego con eso.
La época que escoges es la de una Caracas en plena transformación, saliendo de su condición agraria para entrar a la explotación petrolera. Cuentas cambios tan profundos en los comportamientos sociales que resulta difícil creer que haya pasado solo un siglo desde el uso del “carné de baile” o la práctica del “ventaneo”, salir al balcón para atraer pretendientes.
¡Lo del carné de baile lo sufrió mi abuela! Iba a fiestas donde los chicos firmaban antes de bailar con ella. Ya está muy viejita la pobre, pero cuando yo me quejaba al empezar al salir a fiestas, ella me decía: “y eso que a ti no te tocó lo del carné”. Ya entonces me parecía un horror: imagínate a tus padres revisando la lista de nombres anotados para buscarte un pretendiente para matrimonio.
Autoras como Samanta Schweblin o Mariana Enríquez han utilizado la literatura de género fantástico y de terror para crear una obra que ha renovado radicalmente la literatura hecha por mujeres. ¿Cómo nos explicamos estas coincidencias, este pensamiento colectivo entre escritoras tan diferentes?
Hay algo que nos une a todas: la noción de lo abyecto. Hay algo de la experiencia femenina que siempre ha sido excéntrico, en la periferia. Lo que no nombramos es oscuro, caótico, gótico. En términos psicológicos, tu identidad se construye bajo la sombra de tus padres, eres en la medida que logras trascenderlos. Sin embargo, de alguna manera somos todas las obscuridades de la gente que nos crio. En “Mala sangre” presento a la familia como la unidad básica en el desarrollo de tu identidad, y también cómo esta se reproduce en el macrocosmos mayor de la Nación. Nuestra identidad viene marcada por el lugar que teníamos en la familia y luego el momento histórico, social y cultural que viviste. Hilar ambas fue mi intento: una violencia al interior de la familia reflejada en la violencia política nacional.
¿Imaginas adaptar “Mala sangre” al formato del melodrama de la telenovela venezolana? Sería una fantástica telenovela gótica para desmontar el machismo.
(Ríe) ¡Yo me crie con la telenovela! Mi ADN sentimental de venezolana viene de allí. A los chicos con los que he salido siempre les he dicho que en algún momento tendré un momento “Cristal” en que les reventaré un plato por la cabeza. Fíjate: “Mala sangre” era un insulto recurrente en las telenovelas venezolanas, así se les llamaba a las malas, las malhumoradas, las que tenían “sangre de horchata”, porque querían hacerte infeliz la vida, las brujas típicas de los cuentos. Es como un chiste interno para mis paisanos.
Hay sintonías entre el personaje de Diana y tú propia biografía. No solo por las coincidencias en su visión de mundo, sino en su misma búsqueda de libertad. En ambos casos, abandonan una dictadura para radicar fuera del país.
Por cosas diferentes. Sí que mi familia es conservadora, pero como lo es en general la clase media latinoamericana. Mi mamá es profesora de arte y mi padre era abogado especialista en Derecho Tributario, le encantaba la ópera. Yo leí todo lo que me dio la gana, jamás me prohibieron una película, un libro o una telenovela. De lo único de lo que me quejaré toda la vida es que me metieron en un colegio del Opus Dei, con todo ese naturalizado modelo de feminidad que te imponen.
La opción de irse de Venezuela es dolorosamente compartida con tu heroína.
Siempre he hecho lo que me ha dado la gana en Caracas, en Nueva York, en Madrid, en cualquier lugar donde haya vivido. Pude hacerlo porque tuve una buena educación, el apoyo de mis padres y porque trato de sobrevivir con lo que tengo. Diana tiene la noción de que, a pesar de todo lo malo que pudo pasarle, no es una víctima. A mí me parece incómodo y contraproducente el discurso de la víctima. Yo necesito que mis personajes femeninos estén empoderados. Vengo de una sociedad donde o eres víctima o eres victimario. Se lo dicen a los niños desde muy pequeños: “Es preferible que tú hagas bulling a que te lo hagan a ti”. Por eso en la evolución de un personaje como Diana trabajé mucho para que no quedara como una víctima. Por ello es una vampira.
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Tráiler de “Vampiros”, serie que presenta Netflix
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