Una frase suya se repitió durante años y se convirtió, acaso contra su voluntad, en el mantra que resumía su trabajo. “El Perú es un burdel”, señaló Pablo Macera con el tono provocador y el ánimo pesimista que lo caracterizaba. El psicólogo Baldomero Cáceres lo retrucó diciéndole que se equivocaba porque los burdeles son lugares bien organizados. Ironías aparte, fue el propio Macera quien posteriormente se encargaría de matizar su afirmación, aunque sin replegarse del todo en su discurso explosivo y provocador.
En ese andar volátil no estuvo alejado de las contradicciones, especialmente durante una muy cuestionada incursión política, plegándose al fujimorismo en su peor etapa (la del año 2000). Aún hay quienes consideran imperdonable dicho giro político, pero cuesta creer que esa faceta, ciertamente fallida, pueda empañar la audaz obra de Macera Da’ll Orso. Una que recorrió intereses y espacios diversos con asombrosa versatilidad.
El historiador Manuel Burga Díaz, actual director del Lugar de la Memoria (LUM), recuerda al maestro que conoció en las aulas de la Universidad San Marcos, en los años 60, y que luego frecuentó en las tertulias en la calle José Díaz, frente al Estadio Nacional, donde Macera vivía. “Para mí, el trabajo de Macera tuvo tres etapas bien definidas: la primera, interesada en la conciencia criolla impregnada de la Ilustración, la de los criollos liberales del Perú; una segunda que se da después de su viaje a Francia, cuando empieza a distanciarse de los grandes actores de la historia para descubrir la periferia campesina; y una tercera etapa, dentro del Seminario de Historia Rural Andina de San Marcos, cuando comienza a profundizar en la historia del arte popular, así como en las culturas amazónicas, el mundo ashaninka y el shipibo”, explica Burga.
Una trayectoria que, de acuerdo con Burga, lo va alejando de los grandes actores de la historia nacional, para acercarlo a los pequeños y verdaderos creadores de la historia, como se observa en sus trabajos junto al retablista Jesús Urbano Rojas, la artista Lastenia Canayo o el pintor Enrique Casanto. “Fue pasando de un canon historiográfico tradicional, aprendido en Francia, a un canon historiográfico propio, que consistía en darle la palabra al otro –agrega Burga–. Lo cual es un recorrido que me parece ejemplar”.
DEL ARTE A LA POLÍTICA
El también historiador y curador de arte Luis Eduardo Wuffarden, muy cercano a Macera, destacó su capacidad para estudiar las tradiciones artísticas peruanas. “Sin ser un historiador del arte en sentido estricto –afirma–, él desarrolló un peculiar e intenso interés por las diversas tradiciones visuales de nuestro país que resultaba excepcional entre los intelectuales de su generación. A ello contribuyó su cercanía con coleccionistas y aficionados como Elvira Luza, Sara de Lavalle, Manuel Mujica Gallo y las hermanas Bustamante, quienes estaban rescatando lo que por entonces se empezaba a denominar ‘arte popular’. Al mismo tiempo, su libre aproximación a los textos de estudiosos internacionales como Pierre Francastel o Arnold Hauser le permitieron analizar los objetos artísticos, no como productos puramente estéticos o meros reflejos de una época pasada, sino como actores vivos e influyentes en la sociedad que los produjo”.
Wuffarden coincide con Burga al destacar cómo Macera se aleja por lo general de los grandes nombres tradicionales para “adentrarse en aquellos maestros anónimos y distantes de los centros urbanos, que nos hablan de las superposiciones temporales y culturales propias del Perú”.
En esa línea, y en opinión de la historiadora Mónica Ricketts, Macera fue “un historiador pionero, casi kamikaze”. “Escribió sobre las preocupaciones del momento, pero también supo cambiar la conversación para incluir temas y actores nuevos y marginales como la pintura rural andina y amazónica, la sexualidad y el teatro colonial. Transcribió fuentes y reconstruyó series para historiadores del futuro”, señala.
“Junto con Raúl Porras Barrenechea y Jorge Basadre, conformó nuestra Santísima Trinidad de historiadores –agrega Ricketts–. Pese a sus diferencias ideológicas, los tres se admiraron. Tuvieron un controversial tránsito por la política, pero primó siempre su compromiso intelectual con el país. Mientras Porras brilló por su oratoria, erudición y prosa, y Basadre por la monumentalidad de su obra, Macera se labró la fama de oveja negra, de intelectual rebelde, dispuesto a decir lo que muchos pensaban, pero pocos se atrevían”.
Podría seguir especulándose sobre las razones que condujeron a Macera hacia los tropiezos políticos e ideológicos ya comentados (entre ellas las necesidades económicas a las que se enfrentan muchos intelectuales en el Perú). Lo cierto es que hoy su obra –que es lo que vale– reclama una lectura más urgente que nunca: para terminar de conectar al Perú con su historia “no oficial” y para alistar un país al menos medianamente maduro en el futuro próximo. Porque, como apunta Ricketts, “la metáfora del burdel ya no nos alcanza para entender el desastre político que vivimos”.
El dato
Macera Dall’Orso es velado hoy, viernes, en la Casona de San Marcos, y mañana su féretro será llevado al Colegio Real de la Universidad San Marcos, donde trabajó. Luego, sus restos serán trasladados al cementerio Presbítero Maestro, donde serán colocados en un mausoleo familiar.