Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es una de las escritoras en lengua española más respetadas del momento. Traducida a múltiples idiomas, su internacionalización se ha hecho más patente que nunca tras ser nominada al prestigioso premio Man Booker por segunda ocasión. En esta entrevista hablamos de su más reciente novela, “Kentukis”, ficción sobre unas mascotas robóticas que conectan a usuarios del mundo mediante Internet y webcams. Pero también sobre la adaptación de su otra novela, “Distancia de rescate”, que la peruana Claudia Llosa llevará a Netflix. Y aunque su contrato con la plataforma de streaming le impide dar demasiados detalles, adelantó un poco sobre ese trabajo.
—En función a lo que se relata en “Distancia de rescate” y “Kentukis”, tus dos novelas, ¿dirías que te obsesionan los miedos sobre hacia qué futuro se está dirigiendo la humanidad?
Para mí escribir siempre tiene que ver con los miedos. Es mi manera de pensarlos, pero de pensarlos casi con lupa científica, o por ahí es más preciso decir “lupa sentimental”. Es intentar entender lo que ocurre, pero también cómo yo, personalmente, podría sobrevivir a eso. Cuando tengo una historia siempre empiezo por algo pequeño y personal. Me apabullaría pensar que estoy escribiendo acerca del “futuro al que se está dirigiendo la sociedad”. Más bien eso es algo que se refleja más tarde. Ojalá tenga más que ver con todo lo que el lector pone en el texto, y no tanto con mis propias intenciones.
—En “Kentukis” parece surgir otra vez la paradoja de un mundo hiperconectado, pero a la vez más solo y aislado. ¿Estás de acuerdo con esa contradicción?
Así lo viví yo en el 2016 y el 2017, que fue el período en el que surgió el primer borrador de “Kentukis” y se escribió la novela. Para mí fue un período de tiempo de muchos viajes, mucho trabajo, incluso trabajo de escritura compartida, porque en el 2017 también escribimos la adaptación de “Distancia de rescate” con Claudia Llosa y tuve algunos otros proyectos a la distancia. Y todo eso sucedía siempre en conexión Berlín-Buenos Aires y Berlín-Barcelona, por Skype, WhatsApp, por teléfono, cuatro cinco horas de conexión, mucho intercambio de ideas, materiales, proyectos. Pero al final del día, cuando apagaba la computadora, siempre tenía la sensación de que quizá todo era una trampa, finalmente no había visto a nadie en todo el día. Supongo que no es casualidad que “Kentukis” se mueva constantemente en el vilo de esa contradicción.
—Me parece interesante cómo muchas personas catalogan esta novela como una ciencia ficción distópica, lejana e hipotética... cuando en realidad pareciera una situación muy normal del mundo contemporáneo. ¿Sientes lo mismo?
Me gusta mucho la ciencia ficción, así que esa etiqueta nunca me incomoda. Es solo que, tal como vos decís, no hay nada en esta novela que no exista ya en nuestro mundo, todo lo que sucede es posible y contemporáneo. Sería como llamar ciencia ficción a una novela donde los personajes usan demasiados drones o abusan de la telefonía móvil. Pero hay algo en ese desfasaje de la lectura hacia la ciencia ficción que me parece muy interesante. Y es que vivimos en un mundo hipertecnologizado, y lo hacemos con absoluta naturalidad, nada nos parece extraño ni extraordinario. Pero cuando ese mismo mundo lo llevamos a la ficción, hablamos de libros “tech” o de ciencia ficción. Creo que naturalizamos la tecnología en sus usos más cotidianos, pero todavía no nos dimos tiempo para pensarla, para marcar sus límites morales, éticos, legales, los límites de qué es privado y qué no, y hasta las propias intuiciones de hasta dónde podemos hacer daño en estos medios si no los conocemos del todo.
—¿Fue muy difícil armar las situaciones ambientadas en lugares del mundo tan diferentes? ¿Cómo lo resolviste?
Conozco la mayoría de las ciudades, y las conozco a casi todas por razones literarias. Es decir, festivales, traducciones, ferias del libro, presentaciones. Aunque claro, enseguida la trama necesitó locaciones más específicas y tuve que salirme de esa comodidad de lo conocido. Surumu, por ejemplo, en la frontera de Brasil con Venezuela, o Honningsvag, en Noruega. Me pasé días enteros haciendo cásting de estas localizaciones, caminando calle por calle con Google Earth, viendo fotos de archivos e incluso localizando usuarios de Twitter o Instagram. Gente que había pasado por ahí o viven ahí, y escribiéndoles con dudas muy específicas del tipo “¿Usted piensa que, comandada a control remoto, una cámara con ruedas de tales y tales características podría trepar sola de la calle a la vereda en la rampa para discapacitados del cruce de la calle tal y tal que hay a la vuelta de su ferretería?”. Por supuesto hubo una gran cantidad de gente que ni contestó a mis mensajes, pero también hubo usuarios a los que les pareció divertido. Hablando de usuarios, también hay una cuenta en Instagram @kentukiseyes, donde los lectores están subiendo tomas hogareñas hechas con sus propios kentukis. Hay algunas absolutamente geniales.
—¿Cómo te animaste a adaptar “Distancia...” al cine? ¿Qué tan desafiante ha sido escribir el guion y emprender el retorno al cine, ámbito en el que te formaste?
La verdad es que al principio me costó mucho la idea de ceder los derechos al cine. Hubo varias ofertas interesantes pero este libro en particular me parecía algo delicado, una historia que se podía romper o convertir en algo distinto a lo que yo quería decir en un principio. Pero el cruce de caminos con Claudia Llosa fue desde el principio una clara señal de que estaba en buenas manos. Yo ya seguía sus películas con mucha admiración, y enseguida me di cuenta de que teníamos mundos muy cercanos. “Distancia de rescate” es un texto tramposo, en el sentido de que parece ser muy visual, y por tanto fácil de adaptar al cine, pero en realidad gran parte de lo que ocurre se construye en la cabeza del lector, con los miedos del lector. Hay mucha sugestión, clima, tensión, y no fue fácil trasladar todo eso a ideas más concretas y materiales. Pero estoy muy contenta con el resultado.