Llegamos temprano. Nos han dicho que Diiv, la banda neoyorquina que tocará esta noche como telonera para el dúo australiano Empire of the Sun, bien podría haber venido a Lima con una gira propia. El auditorio del Parque de la Exposición está envuelto en luces de colores. En la puerta, jóvenes de todas las edades se abalanzan sobre el variado merchandising que proponen los organizadores.
El show empieza a las ocho. Diiv es un quinteto de muchachos delgados y melenudos que llegan al escenario vestidos de slackers. Su actitud es curiosa; parecen sumisos ante la audiencia. Hasta que empiezan a tocar. Desde el primer tema, hay gente bailando en las gradas. El sonido espacial de las guitarras, la distorsión y el color de voz de Zachary Cole Smith, el fundador de la banda, traen a la memoria vívidos recuerdos de agrupaciones de fines de los setenta e inicios de los ochenta como Joy Division y The Cure.
Sobre el escenario y alrededor nuestro, entre la audiencia, la energía va en crescendo. Para la tercera canción, la banda ya está en velocidad crucero. Las melenas se sacuden con violencia. Melodías sencillas y pegadizas envueltas en intensos acordes de guitarra le sacan unos cuantos aullidos al público. En los coros, Cole Smith suele repetir frases cortas en una especie de trance mántrico. La tensión se acumula.
En uno de los momentos más memorables de la presentación, un miembro de la audiencia le lanza un chullo al vocalista, quien con buenos reflejos lo coge en el aire y se lo pone. Luego de una hora de espectáculo y una explosión final de guitarras, la banda agradece al público y se retira del escenario con la misma humildad desconcertante con la que llegaron.
PRESENCIAS FUTURISTAS
Entonces empieza la cosa seria. Otro nivel de producción se devela progresivamente mientras el staff técnico del evento instala un imponente arsenal de luces, instrumentos y equipos de sonido. Una bruma de matices cambiantes invade el escenario mientras se hacen los últimos ajustes. La expectativa es grande.
Se apagan las luces. Presencias inquietantes aparecen en el escenario. No son aún Luke Steele y Nick Littlemore, de Empire of the Sun, sino unas bailarinas que arriban portando cetros luminosos, preparando el inicio de una suerte de ceremonia.
Cuando aparece la banda, ya toda la audiencia está de pie. Muchos de estos jóvenes llevan puestas versiones de cartón del famoso tocado que Luke Steele ha convertido en la insignia de su banda. El cantante reconoce a sus émulos, los saluda efusivamente y la audiencia ruge de placer.
La atmósfera es decididamente alienígena. Rayos verdes, rosados y azules se desplazan por el escenario, penetrando en la bruma. O quizá se trata de un desfile de moda futurista. Reconozco guiños a la estética de Luc Besson en “El quinto elemento” y a la imaginación desaforada y siniestra de H.R. Giger. Detrás de los músicos, proyecciones psicodélicas despliegan complejos diseños tridimensionales en la pantalla principal del escenario. “He venido a escuchar con los ojos”, me digo a mí mismo pensando en Theodoro Adorno. “Qué diablos”.
El concierto empieza con uno de los temas más bailables de la velada. Todo está perfectamente coreografiado. Steele goza palpablemente mientras que las luces rebotan sobre los trajes ajustados de las bailarinas. Observo esas siluetas doradas con placer. “Parecen versiones eróticas de los Power Rangers”, le digo a mi fotógrafo.
UN ESPECTÁCULO DE NUESTRO TIEMPO
Para el segundo tema, Steele se saca de un golpe el tocado y se pone cómodo. El dúo se instala en la parte delantera del escenario e inicia un juego de seducción con la audiencia, que responde enloquecida. Al tema siguiente, las bailarinas regresan con trajes más delirantes incluso que los anteriores. Mientras la música va adquiriendo matices tecno, la voz de Steele se deja envolver y acariciar por las de innumerables miembros de la audiencia.
Imágenes del cerebro humano giran ahora en la pantalla. El sonido se ha vuelto más alucinógeno; la distorsión extrema de la voz sugiere una presencia perturbadora de otro planeta. Steele inicia un memorable dúo performático con una de las bailarinas. En este punto es evidente que su dominio de la escena es total.
Un rostro enorme aparece entonces en la pantalla. Una presencia maléfica de algún tipo. Tiene rasgos parecidos a los de Marlon Brando en su última época. El anciano inicia un diálogo de carácter cinematográfico con el vocalista y una revelación incomprensible se abre paso. "Luke, soy tu padre”, parece decir.
Cuando suenan los primeros acordes de “We Are The People”, queda claro que este será uno de los momentos cumbre del concierto. Las bailarinas regresan con trajes rosados, portando guitarras luminosas y una suerte de mitras reminiscentes de los juegos profanos de Fellini en “Roma”.
Steele sabe que la audiencia está a punto de enloquecer y goza suscitando gritos que llegan desde todos los sectores del auditorio. Hacia el final de la canción, una voz en off dice vaya a saber qué en japonés. Este simulacro de multiculturalismo cósmico puede ser una payasada, pero es endiabladamente efectivo.
A continuación, Steele presenta a la banda y cada miembro recibe ovaciones. Entonces anuncia una nueva canción. “Go easy on us”, advierte. Por contraste, el material tiene menos pegada. El sonido ochentero resulta agradable, pero el tema está lejos de llevar la marca de las mezclas estilísticas que definen a esta banda como un espectáculo de nuestro tiempo.
Las bailarinas regresan portando hermosas capas de color escarlata. Steele lanza un potente solo de guitarra que es seguido por otra radical intervención de Littlemore, esta vez con matices más ruidistas y experimentales. La distorsión y el reverb le estallan a uno en el cerebro. Luego de un corte abrupto, las animaciones proyectadas en la pantalla se vuelven cada vez más complejas. El tema siguiente exhibe notables contrastes: parece una balada, pero el coro deja escapar una energía intensa y oscura. Las luces bailan en una coreografía precisa, dibujando formas de geometría variable.
La audiencia reconoce de inmediato la siguiente canción. Steele sonríe de satisfacción y, en un guiño a sus fans, modifica la letra y menciona al Perú señalando al público. Volteo: todos están bailando, cerveza en mano. Nadie piensa ya en el partido.
Desfilan luego un par de baladas de menor octanaje mientras que la pantalla es ocupada por imágenes que parecen sacadas de un videojuego. Las bailarinas hacen lo suyo vistiendo curiosos trajes con plumas. De pronto, regresa el rock más pesado por medio de un potente solo de batería. Pero el ingreso de sonidos electrónicos transforma la música de manera casi imperceptible en un tema bailable. Lo más sorprendente llega pocos segundos después, por la vía de un riff extremadamente funky. Pienso en James Brown o INXS, aunque filtrados por Stockhausen y Pierre Henry. Las bailarinas inician un agradable interludio dancístico.
En el apogeo del espectáculo, sucede algo un tanto chocante. Cubiertos de sudor, Steele y Nickemore inician un diálogo bluesero de guitarras. La distorsión se ha puesto al mínimo. Es un momento de calma, una suerte de homenaje al pasado sin ironías de por medio. La gente aplaude marcando el ritmo, quizá reconociendo la autenticidad escondida de estos músicos, esa sustancia que ha logrado colarse por debajo de los elaborados trajes, las plumas y las luces fosforescentes.
Marcando un cambio de ritmo, las bailarinas regresan portando linternas futuristas. Estamos de vuelta al registro bailable. Luego de otro solo de Steele, el tema termina con una explosión en la pantalla. Reaparece entonces el vocalista vestido con una túnica plateada que lo cubre por completo. El sonido se expande a través del humo rosado.
El músico se quita la capucha. Las bailarinas están vestidas de orquídeas. La gente baila y salta: el ambiente se ha vuelto de discoteca. El tema siguiente es el más agresivo y guitarrero de la velada. En el solo final, las bailarinas se acercan a Steele por detrás e inician una potente coreografía, un momento memorable en el que parecen transformar en movimiento cada una de las notas que salen de los dedos de Steele. Luego se arma el verdadero desmadre. Visitado por el espíritu de Jimmy Hendrix, Steele golpea salvajemente la guitarra contra el piso y la sacude contra los parlantes de retorno, buscando el más radical efecto de acople. Luego, se desplaza hacia el centro del escenario y, con un gesto dramático y brutal, termina de quebrar el instrumento ante el público absorto.
Se apagan las luces. Parece que ha llegado el final del concierto. El equipo técnico se desplaza en silencio por el escenario, recogiendo los trozos de guitarra y cerciorándose de que los equipos de sonido siguen funcionando luego de este violento interludio.
Luego de un lapso de tiempo que parece interminable, Steele y Littlemore regresan para ofrecer dos números más. El primero es el hit “Standing On The Shore”. El vocalista se ha vuelto a poner su tocado y exhibe una energía extraordinaria. Pero lo mejor llega al final. Cuando la banda empieza a tocar “Alive”, caen globos del cielo. Todos llevan el logo de algún sponsor, pero qué diablos: la estoy pasando increíble. “Alive” es un tema que suena a himno y la audiencia lo entiende así: todos están cantando mientras juegan con los globos. La oscuridad del inicio del espectáculo ha desaparecido. Una ola de energía y luminosidad invade el recinto. Cuando termina la canción, todos quedamos exhaustos. La banda se despide entre gritos y ovaciones. Algunos globos han alcanzado el escenario. El símbolo de la banda cubre la pantalla. Las bailarinas se retiran lentamente. Créditos finales. Empire of the Sun se despide con elegancia: suena la “Valse triste” de Jean Sibelius.