El retorno épico, triunfal de The Cure a la escena musical se asemeja más bien a una victoria pírrica, una en la que se alcanza la gloria, pero se deja la piel y la vida. El soldado Smith ―entrado en años, ya cuenta 65― vuelve. Huérfano. ¿Derrotado? Solo. Solo. Solo. Ha perdido a papá, mamá y hermano en tiempos recientes. Y en esa atmósfera de nido incendiado y felicidad arrancada, el piano melódico de Roger O’Donnell obra como ungüento aromático para el alma. Una cofradía de instrumentos hace lo propio. Mientras un herido Robert, eterno niño oscuro, proclama con voz rota sus heridas, y en ellas todas las heridas de un planeta decadente: guerras perpetuas y amenazas nucleares; climas asfixiantes que escalan del hielo al fuego; deshumanización, hambre y mentiras como monedas de cambio. Pájaros cayendo de nuestros cielos. Y el amor cayéndose de nuestras vidas.
El otrora grácil adolescente en piyamas y botas de esquimal, asoma hoy más sombrío que nunca: se repliega y tiene la mirada retráctil, a pesar de la ternura. Se ausculta y acusa que ya no es el mismo, a pesar de la ignición. Absolutamente vulnerable, se permite ser escéptico hasta el nihilismo: «Todos los sueños y las esperanzas se han ido», dispara desde su celebrado primer single «Alone». Esta vez, sus canciones desencantadas no han surgido para conquistar a una audiencia de gente amable con los dientes blancos y las encías en orden ―como identificó, entre risas, en la revista «Rolling Stone» a ese público que se adhirió a sus hits más burbujeantes de antaño― ni para ascender meteóricamente en las listas de éxitos del planeta. Pero está sucediendo.
Un nuevo disco —objeto no identificado en el corazón del mainstream— gira sobre su propio eje y hace vibrar todas las partículas elementales: «Songs of a Lost World» escaló directamente a la posición 1 de la lista de éxitos musicales en el Reino Unido la primera semana en el aire. Acto seguido, por única vez en la historia de The Cure, ha alcanzado la cima de los charts de Billboard en Estados Unidos y avanza veloz, luminoso en el resto del orbe: ya domina los ránkings en Francia, Dinamarca, Alemania, Portugal, Escocia, Suecia y Bélgica. Esta entrega es un grito ―no en vano su título tentativo era hasta hace poco «4:14 Scream»― y susurro a la vez, lamento vital, sollozo que deviene llanto desconsolado (¿los chicos no lloran?) por todo lo que se extravía en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.
Sin concesiones, la banda natural de la pequeña ciudad inglesa de Crawley perturba el orden establecido en la industria musical. Su más reciente y atípico álbum subvierte el pop tal y como lo conocemos y carece de canciones complacientes, efectistas, edulcoradas. De hecho, su única canción de amor ―«A Fragile Thing»― ahonda en un afecto destinado a desaparecer irremediablemente. Aunque «Boys Don’t Cry» (1979), «Close to Me» (1985) y «Just Like Heaven» (1987) son aún deliciosa soda para los nostálgicos, después de trece notables producciones en estudio y 45 años surcando el espacio exterior e interior, Robert Smith no se repite y catapulta su experiencia hacia la máxima novedad en ocho tracks estremecedores, de sonidos fundamentalmente under pero también sinfónicos, que nos atraviesan. Esquirlas radiactivas de un mundo perdido.
Latidos del tiempo
Los hijos prodigiosos del post-punk y la new wave, el veterano Simon Gallup en el bajo, Jason Cooper en la batería y percusión, Roger O’Donnell en los teclados y Reeves Gabrels en la guitarra afilada, marchan de la mano de Robert ―a estas alturas, capitán Smith y faro conceptual― en la voz, guitarra, bajo de seis cuerdas, teclado y composición para dar vida a «Songs of a Lost World». La placa se resuelve en memorables 49′13″, una proeza instrumental breve en la que llaman la atención intros que desbordan la barrera de los tres minutos y muerden los siete minutos de duración. Son paisajes sonoros heroicos caracterizados por cuerdas que emiten aullidos eléctricos y acústicos, roncos, graves, densos, pero a ratos livianos. La batería, desconcertantemente armónica, acompaña sin estallidos, mientras el piano se suma a este magnético corpus space-rock que recrea una atmósfera de zozobra y, sobre todo, de final anunciado. Serán tal vez los latidos del tiempo, devorándolo todo a su paso. Con sigilo, potencia controlada y suavidad. ¿O es exactamente así como sonaría el tic-tac del reloj del fin del mundo?
Smith, figura etérea y eterna, es el único miembro de la banda que permanece desde su fundación en 1976 como Easy Cure, en Inglaterra, más fielmente en la casa de Robert y con precisión en el comedor, donde tantos años compartió con su familia en pleno la primera cena y la última. Para su novísimo álbum, que vio la luz en varios formatos, ha escrito todas las letras de sus canciones. El disco bebe de la poesía y el arte visual: ya en la portada emerge el rostro de un niño desde una roca, adrede, mal tallada. Se trata de la pieza escultórica «Bagatelle» (1975), pequeño asteroide a escala de grises dando vueltas en el éter, fineza del ya extinto artista esloveno Janez Pirnat. Por donde se le mire, es un disco audaz que se excede en el lujo de la melancolía y cuyo máximo riesgo que abraza en el horizonte del pop es conservar quizá la estela luminosa de «A Forest» (1980), esa exaltación temeraria que no nació para la radio y, no obstante, ha filtrado su belleza en las altas frecuencias moduladas.
Fruto extraño, el último lanzamiento discográfico de The Cure en plena madurez constituye el más hermoso acto de presencia y una despedida mirándonos a los ojos, besándonos el corazón. La hazaña se asemeja a la última gesta de David Bowie con «Blackstar», ese lamento superior, sublime, críptico de una estrella supernova que se despide ―a dos días de su muerte― con una joya labrada en secreto. La estrella negra de Bowie es, sin embargo, la estrella blanca de Smith. Si bien David, supremo ícono del pop, dijo adiós convertido en una figura mística que levita delirante («Mira aquí arriba, estoy en el cielo»), Robert ingresa todavía a ese espacio donde eclosionan los brillos. Ha superado todas las corrientes gravitacionales (muerte, soledad y otra vez muerte: «Algo perverso viene así / de la noche cruel y traicionera») y pronuncia verdades dolorosas en ondas de largo alcance. Dice adiós, demasiado vivo, devastado, perdido, a sabiendas de que vendrán todavía todas las fiestas del mañana, pero esos (des)conciertos serán solo el remanente de un acto culminante, luminoso en su oscuridad. Como quien avienta flores sobre su propia tumba.
Robert Smith y compañía han logrado colocar un himno luctuoso, mortaja para todo lo amado, en la cima de los éxitos. «Todo se fue, todo se fue / me perderé en el tiempo / no tardará demasiado». El mérito, aquí y ahora, es absolutamente suyo y hay que concedérselo.
Aquellas canciones de Trotxy
Comienza la cuenta regresiva en la afamada sala Trotxy, abierta en el corazón de Londres desde 1933 para recibir a unas tres mil personas en una discreta atmósfera art déco. Es viernes 1 de noviembre de 2024 ―el día elegido para el despegue de «Songs of a Lost World», el Apolo 11 particular para el regreso a casa de The Cure―, y aquí se desatará el diluvio universal del sonido más entrañable (y extrañable) del post-punk: los chicos oscuros emergerán pronto a la luz parpadeante, cegadora para romper su silencio, sin ningún concierto agendado en el globo en lo que va del año. The Cure reaparece con un sonido diáfano ―y es importante revisar cada pieza de este despliegue en escena para abordar, a la par, el disco de estudio―. Las baquetas de Jason Cooper anuncian guitarras eléctricas delirantes y la participación portentosa del piano y sintetizadores a cargo de un impoluto Roger O’Donnell, el integrante más antiguo de la banda ―solo después de Smith ―, que acaba de cumplir 69 años y reponerse de un cáncer de linfoma. Están más vivos que nunca. Amos de sí mismos. En el clímax absoluto de su historia.
Roberto, en riguroso negro salpicado de limaduras de hierro que hacen las veces de astros en ruta de colisión, coge el micrófono con sus gruesas manos. Trémulas manos. Melena de matorral que ardió. Guitarra eléctrica tatuada de mariposas y rosas al hombro, aquella que más tarde alternará con una acústica negra incrustada de una estrella blanca. Tiembla. Nadie se da cuenta. Atrás gira un planeta azul (ese pálido punto azul ―a decir de Carl Sagan―, el único hogar que hemos conocido en la arena cósmica). ¿Nuestro mundo, irremeiablemente, perdido? Mientras «Alone», himno descomunal de la desolación, ha irrumpido para hacer daño en los corazones más delicados, metafísicos, siderales, melancólicos, sofisticados, inconformes.
Los buenos de Kierkegaard, Heidegger (aquel del soberbio hit «Ser y tiempo» que hace bailar a varias generaciones desde 1927), Cioran, Nietzsche, Platón, Sagan e incluso Sartre y su antagónico Camus (quien inspiró «Killing an Arab» en su etapa iniciática) observarían este denso trasvase musical casi cinco décadas después de su primera incursión en el horizonte de las estrellas, sin asentir del todo, pero hondamente conmovidos por la osadía de este chico de cabellos caóticos, sombras azul noche cerrada en los ojos y carmín corrido en los labios; de este hombre angustiado que se hace viejo y dobla las rodillas en el polvo para explorar la condición humana, el vacío existencial, las cimas de la desesperación, el temor y el temblor, la náusea y la finitud marcados por la vertiginosa caída en el tiempo.
«Este es el final de cada canción que cantamos», exhala Smith desde el comienzo, cuando apenas toma la palabra y el verso del poeta victoriano Ernest Dowson. La poesía fue el percutor del largamente esperado álbum que The Cure oficia desde Trotxy para el universo vía live streaming. «El fuego se redujo a cenizas y las estrellas se oscurecieron con lágrimas», se extasía Robert, cabellos de maleza, en su melodía debutante, gravemente herido de preguntas grises por todo lo perdido: «¿adónde se fue?» (bis), reclama entrecerrando los ojos (im)perfectamente delineados. «Alone» tiene la solvencia de una canción eterna. Receptora de una gloria que no es de este mundo. Voz e instrumentos se tensan y dialogan desde sus propias esquinas. Cuajados. Firmes. Sin advertir decadencia. Evolución y complejidad de texturas y sonidos, con sintetizadores que recrean un enjambre de pájaros galácticos o naves lejanas. Perfecto comienzo: profundo, melancólico, desencantado.
La velada apenas comienza y emergen los sonidos reposados, con una potencia ciertamente contenida, de «And Nothing Is Forever». Robert manos de tijera agita los brazos, convertido en director de orquesta. Conduce, como lo viene haciendo desde los albores de la banda allá por 1976. Enseguida, destila el lamento de su voz mientras sacude una pandereta: «Promete que estarás conmigo en el final», le implora a alguien: ¿a cada uno de nosotros? Es una atmósfera que evoca «la quietud de una lágrima» y «el silencio del latido de un corazón». En esta bella entelequia sonora destaca el bajo distorsionado de Gallup, electricidad pura y dura, en contrapunto con la curtida guitarra de Gabrels, reclutado por Smith en 2012 luego de su triunfal paso por las filas de Bowie, el grande. La canción es el pesar por una promesa rota y un homenaje al amigo muerto.
Una rosa se abre como telón de fondo en Trotxy ―santo y seña de la esencia suave de The Cure, heredera del new romantic en envoltura dark― y da paso a «A Fragile Thing», contraste de un sonido delicado, francamente preciosista, en piano ―manufactura de O’Donnell― y pesado en cuerdas ―obra y gracia de Gallup―, con baterías que ascienden acompasadas ―Cooper al mando― hacia un pico emocional, alta marea por la que la voz de Smith se ahoga a ratos: «Podría morir esta noche de un corazón roto / esta soledad me ha cambiado». Pero no naufraga. Otra vez el piano, esas pulsiones delicadas in crescendo. Bomba de tiempo a punto de activarse. Atemperan estas olas las cuerdas de metal y melancolía de Smith. Es la oda a un amor fallido, frágil objeto en el santuario de los sentimientos, que cierra con un «no, no hay nada que puedas hacer para cambiar el final». Nada.
Nacidos para la guerra
Con un sonido intergaláctico y épico irrumpe «Warsong». El track más breve del disco dura solo 4′13″ y es, sin duda, uno de los mejores de la discografía completa de la banda, a pesar de las opiniones divergentes. Una melodía distópica, apocalíptica en letra y sonido. Más ruidosa en estudio ―el vetusto magazine «NME», que reporta semanalmente desde 1952 las buenas y malas nuevas musicales en el Reino Unido, se refirió a esta canción como un «lodazal de ruido»― y diáfana en concierto, con exquisitas capas fácilmente identificables y disfrutables por separado a pesar de lo cohesionados que suenan juntos. The Cure en pleno tocan la cúspide con esta novedad. Un cielo se abre: ellos tienen todas las llaves. Roberto es un lobo viejo que aúlla a los diamantes de la noche: «Oh, es miserable la forma en que luchamos / por amargos finales rasgamos la noche en dos / quiero tu muerte, quieres mi vida / […] y nos odiamos a nosotros mismos por todo lo que hacemos». Su voz atemperada en los primeros tracks del sensacional reentrée discográfico gana musculatura y exhibe su verdadero poder con este grito de guerra. «Porque hemos nacido para la guerra».
Pantallas saturadas acompañan el despliegue de un sonido más sucio en «Drone:Nodrone», una canción dura, intencionalmente dispersa, pasto para una danza privada, pero a la vez enérgica como el caos interior y exterior. El piano recupera la atmósfera cálida y necesaria, pletórica de añoranzas: nos invita a pensar en un ser querido que retorna, el héroe por un día, este día, que oculta su hazaña de siglos. Hermoso piano de Roger O’Donnell para «I Can Never Say Goodbye», una canción profunda y sentimental: ya el golpeado Robert, en su última gira, la ha cantado algunas veces en una tormenta de lágrimas en memoria de su hermano Richard, quien lo introdujo en la música. «Luna de noviembre bajo una fría lluvia negra / este relámpago divide el cielo / y susurrando su nombre / él tiene que despertar», no se resigna. La canción tiene una deliciosa introducción instrumental, donde Robert también toca la guitarra como una de las formas del llanto: «Las sombras se acercan ahora / y no queda ningún lugar donde esconderse / y no puedo despertar de este sueño sin sueños / por mucho que lo intente / estoy de rodillas / y vacío por dentro». Es un himno capaz de darle la talla a las mejores piezas de la banda. Sublimación de la desesperanza. Paroxismo del extravío.
Hacia la séptima canción, Robert Smith ha ganado aplomo. Ya no tiembla. Ni su voz. Ni sus manos en las cuerdas, que rasgan acordes minimalistas, sugerentes, eficaces. ¿Todos se dan cuenta? No obstante, «All I Ever Am» es una canción regular desde su concepción. Se nutre de sonidos ya conocidos, pero no consigue el clímax de aquellos tracks que sellaron a fuego el estilo The Cure en la memoria colectiva. Enseguida, con la octava entrega, las cuentas se saldan. Va a comenzar la impresionante canción de 10′23″: una exquisita batería se impone (en vivo y en el disco), destreza que, golpe a golpe, martillando sobre seda, se niega a ser solo ruido. Hay armonía en esta bella tropa de sexagenarios. Su arsenal de sonidos semeja latidos musicales. Algo que se agolpa en el corazón. Amor. Dolor. Belleza exaltada. En esta cúspide instrumental, Robert Smith es casi un ser invisible o lo intenta: es el turno de las máquinas, purísimas, que construyen atmósferas cósmicas. La guitarra amarilla regurgita un riff. La batería de Cooper galopa sobre terciopelo rojo y plush. Smith es magnífico en las cuerdas. Gallup, el chico del abrigo animal print y peinado rockabilly que se ha robado el show, imprime unos acordes exactos sobre ese lienzo insuperable. Todos asisten al final de una guerra, vencedores de su propia batalla. Lacrando su futuro con tinta (musical) negra.
«Endsong» sigue arañando todos los surcos circulares con agujas de diamante. Robert, el cantante, se cuestiona estremecido qué fue de aquel niño y el mundo que llamaba suyo: «Estoy afuera en la oscuridad preguntándome cómo me hice tan viejo». Merecen ser recordados por esta gema líquida, etérea, incandescente y refrescante a la vez. En estas cimas de la desesperación, ya no hay vuelta atrás. The Cure aparca en las orillas del universo y se inscribe en la historia de la música con una oda épica. Soberbia. Prohibitiva. «No queda nada de todo lo que amaba / […] sin esperanzas, sin sueños, sin mundo / no, no pertenezco / ya no pertenezco aquí», ensaya un último llamado a Tierra, cosmonauta perdido en el espacio.
Aunque libérrimos, en escena los The Cure son fuertes y afiatados. Nos recuerdan a la cristalina ejecución de Talk Talk en la cima del Montreux Jazz Festival, allá por 1986. Todos los instrumentos se ensamblan con una maestría delicada y arrolladora. Ubicado a la diestra del frontman, en la palestra de Troxy 2024, mención aparte merece Perry Bamonte, quien permaneció soberbio y discreto desde su teclado, alternando con su guitarra y bajo, durante toda la velada. Sin alardes, añadió detalles que embellecieron el paisaje sonoro de la banda británica. Es el único miembro del team Smith que no participó en la grabación de «Songs of a Lost World» porque ha retornado recién en 2022 después de haber sido expulsado por un inescrutable Robert en 2005, quien movió fichas sin explicaciones más de una vez. Y aquí están todos otra vez, con su impronta pop que les permite ahora cerrar todas las compuertas, asegurar los velos y transmitir preguntas crípticas y manifestaciones del desasosiego.
Solitarios y finales
En efecto, el último disco de The Cure no está diseñado para desovar hits en las radios, aunque discurre veloz por los cauces del streaming. Constituye más bien un placer solitario, culposo, que de extrañas maneras conecta a multitudes ubicuas. No alcanza, eso sí, para levantar de los asientos en las fiestas ni encender los ánimos los viernes signados para enamorarnos. «Songs of a Lost World» exige más bien una atmósfera privada, el retorno a nosotros mismos (solitarios son los actos del hombre). «La soledad era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo espacio frío en el que se mueven las estrellas», nos advertía Hesse. Y desde «Alone», su primer single, The Cure ha vuelto para interpelarnos: solos, heridos por el tiempo, observando aquellas estrellas desde nuestros propios telescopios.
El señor Smith juega a despedirse, asaltado por una vejez que lo abraza desde muy joven. Rebosante aún de salud, pero con el corazón desgarrado y demasiado consciente de los estragos del tiempo, tantea un adiós definitivo con «Songs of a Lost World». Roberto es el amigo entrañable que anuncia que se va, pero asoma todavía tantas veces. Ha prometido una trilogía: dos álbumes más que se sumarían a esta estela de su paso atronador y a la vez delicado por la Tierra, antes de cumplir 70 años de edad y cinco décadas en la música. «No entres dócilmente en esa buena noche», alienta Dylan Thomas desde 1951 y The Cure atiende hoy perfectamente al llamado de aquel poeta que también inspiró una de sus antiguas canciones. «Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz», aguijonea otra vez el bardo. Eso hacen Robert Smith y compañía, deliran y arden: son una estrella supernova que se niega a extinguirse sin dar la más sublime de las peleas. Asistimos a su último fuego.
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