Aquella noche clara y lunar, la histórica Koenigsplatz de Munich lucía completamente llena. La especial ocasión así lo ameritaba: Mikis Theodorakis, el compositor más grande de Grecia y uno de los más importantes del siglo XX, dirigía una orquesta que ejecutaba sus temas ante una multitud admirada y entusiasta. De pronto, hubo una interrupción y un breve silencio que se llenó de aplausos. La orquesta misma dejaba de lado violines o saxos para ponerse de pie y unirse al furor de un público que ya veía llegar al causante. Anthony Quinn, el protagonista de la película cuya banda sonora lo convirtió en griego honorario, subía al escenario para saludar a su compositor. Entonces, tal como hizo en 1964 mientras interpretaba al apasionado Alexis Zorbas en la escena más memorable de “Zorba, el griego”, Quinn se quitó el saco, dispuesto a bailar un sirtaki, esa danza tradicional griega que se hizo universal, mientras sonaba la música concebida por el genio de Theodorakis. Es la noche del 29 de julio de 1995. Quinn no tiene 49, sino 80 años, pero destila agilidad y picardía suficientes como para invitar al compositor a dejar la batuta y bailar junto a él como hiciera Alan Bates en la película que dirigió Mihalis Kakogiannis y que, en buena parte del mundo, se convirtió en reafirmación de la vida, oda a la amistad y representación positiva y moderna de la cultura helénica. La noche bávara bailó con ellos.
“Yo solo bailo esta danza por mi querido amigo Mikis Theodorakis”, le dijo Quinn a la multitud al final de la performance. “Lo amo, siempre he amado su música, y quiero que sepan que la música de Zorba es música de vida”, a lo que Theodorakis agregó, en medio de los interminables aplausos: “Anthony Quinn es la vida, es Zorba, es la vida y es libertad”.
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Verdades innegables, aunque unos tristemente célebres videos difundidos en nuestro país en los años 90 –como aquel en el que el genocida Abimael Guzmán pretende emular a Quinn bailando la misma composición– hayan llevado a algunos a pensar que el tema de Zorba tiene algún origen o vínculo con el terrorismo. De hecho, Theodorakis, un hombre de confesa filiación comunista, fue amenazado por terroristas de la Organización Revolucionaria 17 de Noviembre –de ideología marxista-, pero se opuso a ellos con valor, afirmando: “No estoy interesado en la bandera de los asesinatos”.
Esa fue solo una de las muchas veces que se opuso a la violencia y a la injusticia.
La música como un acto de rebelión
El folklore helénico y los ritos ortodoxos fueron las primeras fuentes de las que bebió Theodorakis, músico que parecía bendecido por Euterpe, musa de la música según la mitología griega, desde el vientre materno. Se dice que comenzó a componer antes, incluso, de recibir clases de música o dominar algún instrumento. A los 17 años, sin embargo, se entrecruzaron por primera vez en su vida sus dos pasiones, cuando da su primer concierto con el coro que acababa de formar y, paralelamente, decide enfrentarse a la amenaza que representaban para su país, primero, el fascismo italiano, y, segundo, la Alemania nazi. Los segundos sí pudieron dañarlo. Tras capturarlo por colaborar con el escape y ocultamiento de familias judías, fue brutalmente torturado. Eran mediados de los años 40 y sus primeras partituras eran también melodía del dolor.
En 1954 y ya con 29 años, obtuvo una beca para estudiar en Francia. Su genio asimiló la influencia y tradición de la música occidental y es ya considerado entre los mejores compositores europeos, lo que lo lleva a obtener el primer premio del Festival de música de Moscú por su Suite nº 1 para piano y orquesta. Su apertura a diversas búsquedas y sonidos lo lleva, curiosamente, de regreso a su patria, donde se convertirá en impulsor y difusor de la música tradicional y popular griega, luchando por su supervivencia ante un panorama político que parecía no dar tregua. A principios de los 60, Theodorakis realiza una versión musical de los poemas de Yannis Ritsos, uno de los tres poetas griegos más importantes del siglo XX, al lado de Yorgos Seferis y Odysséas Elýtis –Premios Nobel de Literatura los dos últimos–, quienes también fueron reivindicados musicalmente por el compositor nacido en la isla de Quíos, en el Mar Egeo. Gracias a su trabajo monumental, las letras emergieron del mundo intelectual para hacerse masivas. Los poemas ya no se recitaban casi susurrados en reuniones o bares, sino a viva voz en calles y plazas.
Aquella década sería decisiva para un hombre que estaba destinado a convertirse en patrimonio musical vivo de la Grecia contemporánea. En 1963, tras el asesinato de su amigo, el político de izquierda Grigoris Lambrakis, en un acto de presumible terrorismo de Estado, Theodorakis fundó las Juventudes Lambrakis y fue elegido parlamentario de su país por la Izquierda Democrática Unida, un conglomerado de representaciones socialistas, comunistas y progresistas. Fue poco después cuando el director Mihalis Kakogiannis lo contactó para componer la música de su siguiente película, “Zorba, el griego”, basada en una historia de Nikos Kazantzakis, el también autor de La última tentación de Cristo.
Batuta internacional
La amplia difusión de la película, de la escena de la danza del sirtaki y del soundtrack compuesto por Theodorakis, ayudaron a universalizar la figura de un hombre que volvía a enfrentarse seriamente a su destino de músico, creador y luchador social. En 1967, Geórgios Papadópoulos, un ex colaboracionista nazi, daba un sangriento golpe de Estado en Grecia e iniciaría un régimen de terror de extrema derecha, conocido como “La dictadura de los coroneles”. Como mucha gente de izquierda, Theodorakis tuvo que pasar a la clandestinidad para salvar su vida. La persecución y las desapariciones eran cosa de todos los días. Sus discos, su música y hasta cualquier mérito a su nombre son prohibidos en el país. Involucrado en las organizaciones de resistencia contra el régimen, es capturado, torturado y encarcelado. Tras una dolorosa huelga de hambre es exiliado en Arcadia junto a su familia y luego trasladado a un campo de concentración, donde siguen más abusos, más torturas y más huelgas de hambre. Se las arregla para componer canciones contra la dictadura que salen del país y son interpretadas por artistas griegas exiliadas, como Melina Mercouri –cantante y estrella del filme Nunca en domingo- o María Farantoúri que, en 1971, produce su disco “Canciones y piezas para guitarra por Theodorákis”, el inicio de una fructífera colaboración entre los dos. En abril de 1970, y gracias a la presión pública de personalidades intelectuales o del mundo artístico como Yves Montand, Laurence Olivier, Dmitri Shostakóvich, Leonard Bernstein, Harry Belafonte o Arthur Miller, la dictadura decide que parta al exilio. Él elige volver a Francia, la tierra donde se consolidó como músico.
Entonces, inicia una larga gira mundial por varios continentes, en los que da conciertos y participa en charlas y manifestaciones contra la dictadura de su país, como si fuera un émulo del Frederic Chopin que, poco más de 100 años antes, había hecho lo mismo por Polonia. Llega al Perú durante el gobierno militar de Velasco para presentarse en el Teatro Municipal y también llega al Chile de Salvador Allende. Otro vínculo fuerte con ese país fue su colaboración con Quilapayún y su amistad con la cantante griega establecida en Chile Danai Stratigopoulou –abuela de Danai, la recordada voz de Pateando Latas-, quien fue la traductora al griego de los poemas de Neruda que, más tarde, serían musicalizados por el mismo Theodorakis. “A Theodorakis le atrajo el ‘Canto General’ no solo por la belleza de la poesía sino también por la solidaridad con los obreros, con el hombre de la calle y la oposición al fascismo”, declaró el traductor y biógrafo de Neruda Adam Feinstein a la BBC. El poeta y el compositor llegaron a conocerse cuando el primero fue embajador de Chile en Paris.
Por esos años, Theodorakis visitó también Portugal, España, Israel, Kurdistán, Irán o Palestina y tuvo contacto con políticos como Tito, Gamal Abdel Nasser, François Mitterrand u Olof Palme. En 1972 le pone música al thriller político Estado de sitio, de Costa-Gavras y, en 1973, al clásico policial Serpico, protagonizado por Al Pacino. Ambas bandas sonoras están entre lo mejor de su producción musical. Aunque el verdadero premio para su lucha llegó en 1974, con la caída de la dictadura de los coroneles. “No creo en música intelectual. No creo en lo que está separado del mito, de la religión, del dolor humano. Del terrible dolor de la muerte”, dijo alguna vez.
Guerrero sin reposo
Tras regresar a su país del exilio siguió apoyando diversas causas progresistas, ambientalistas y por los derechos humanos. Fue diputado, ministro y premio Lenin de la Paz en 1983. Más tarde, se opuso al uso desmedido e irresponsable uso de la energía nuclear que ocasionó tragedias como la de Chernobyl, en 1987, y se enfrentó a la actuación de la OTAN en conflictos como la Guerra de Kosovo o las invasiones de Iraq o Afganistán.
“Después habló de su música. Cómo le llega la música. Escucha notas durante su sueño. Enciende la luz y apunta las notas en un trozo de papel. Apaga la luz y vuelve a dormir, hasta que más notas lo despiertan. Así sigue hasta la mañana, se levanta y recoge la pila de papeles de la noche. Y cuando la silueta de la Acrópolis emerge de la oscuridad, se sienta a su escritorio y trata de comprender lo principal. La idea dominante. Y la comprueba personalmente en el gran piano. Lento, pero seguro, extrae la forma apropiada del caos. La estructura musical que perdurará”. El recuerdo pertenece al periodista israelí Ari Shavit, quien lo escribió tras entrevistarlo el día previo a la inauguración de los Juegos Olímpicos de Atenas, el 2004. A pesar de que por esos días había hecho declaraciones consideradas “antisemitas” –como que los judíos controlan la banca internacional y las comunicaciones mundiales– y que le valieron la censura de la comunidad judía, la trayectoria vital del compositor, que incluye la creación de una pieza como “Mauthausen”, dedicada a las víctimas de los campos de concentración, desmientan de raíz aquella afirmación.
Sin embargo, los últimos años fueron muy difíciles para Theodorakis. A inicios de la segunda década de este siglo y ya al borde de los 90 años, se le vio al frente de las manifestaciones griegas contra las medidas del gobierno, al lado del héroe patriota Manolis Glezos. Ambos fueron golpeados y gaseados sin misericordia, casi como en sus “mejores” tiempos. “Hoy, es tan necesario como urgente la coordinación inmediata y transfronteriza de los intelectuales, las gentes de las artes y las letras, los movimientos espontáneos, las fuerzas sociales y las personalidades que comprenden la importancia del reto; necesitamos crear un frente de resistencia potente contra “el imperio totalitario de la mundialización” que está en marcha, antes de que sea demasiado tarde”, dijeron ambos en una carta escrita a cuatro manos en el 2012.
Más tarde, sus propios problemas económicos y de salud empezaron a disminuir su participación en eventos, sus viajes o sus conciertos. Hace poco, su hija aseguró que estos habían sido suspendidos y que había días en que no tenía ni para comer. Hoy, el gobierno que permitió que su autor musical más monumental pasara por eso, anuncia luto nacional. Ironías de la vida que él era capaz de comprender muy bien.
“Sigue siendo muy alto. Todavía tiene también su melena. Un poco más rala, un poco más gris, pero sigue ahí. Y en sus ojos el destello pícaro de un muchacho. El humor autocrítico. Y el tremendo deseo de aprovechar cada instante. Cada pensamiento. Cada ser viviente”, escribió sobre él hace 17 años Ari Shavit, el periodista que lo entrevistó antes de las Olimpiadas de Atenas y que le preguntó de paso, si pensaba mucho en la muerte. “Todos los días. Todos los días. Sólo cuando me dedico a la música me siento inmortal. Pero no me engaño. Celebro esta vida, porque más allá de ella no hay otra”, le respondió el músico.
Aunque sí la hay. Hoy y por muchos años más, cada vez que suena la “Danza de Zorba”, Theodorakis se erguirá de la tierra para unirse a Anthony Quinn en un sirtaki eterno para celebrar la vida, más allá de cualquier límite. Si se fijan bien en su figura juvenil, podrán ver que su llamativa cabellera era, en realidad, toda Grecia agitándose en sus pensamientos.
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