Seis desempleados se ven obligados a arriesgarlo todo y deciden convertirse en ‘strippers’. Esta es la premisa de una historia que ha logrado ganarse un lugar en las preferencias de los espectadores del mundo entero. Porque “Full Monty” es de aquellos éxitos instantáneos que aparecen de vez en cuando en el espectáculo.
Primero fue la película, dirigida por Peter Cattaneo y que llegó a recibir cuatro nominaciones a los premios de la Academia en 1998. Luego se transformó en obra de teatro por partida doble: en el 2000 como un musical adaptado por Terrence McNally y David Yazbek, y diez años después por Simon Beaufoy, autor del guion original, como la comedia que podemos ver ahora en el Teatro Peruano-Japonés.
Pero “Full Monty” no es una obra superficial ni complaciente y mucho menos fácil de montar. Cubre un cuadro de desesperación que toca a la humanidad de nuestro tiempo: el desempleo. Allí hay un ancla a tierra que nos permite entender la tremenda simpatía que esta historia despierta en los espectadores. Sus personajes son muy humanos y, aunque pueden parecer esquemáticos en determinadas situaciones, logran ese punto de identificación que trasciende la ficción. Visto así, su éxito no es accidental, es resultado de una serie de elementos bien barajados y de una fuerte convicción.
Por supuesto, en manos de Juan Carlos Fisher el espectáculo tiene un sello propio. Tanto en términos de adaptación como en la elección de una banda sonora capaz de enganchar a los espectadores locales. La apuesta ha sido a ganador y el éxito se puede palpar mientras la obra transcurre en medio de un perfecto diálogo con la audiencia.
Esto no es nuevo para Fisher, un director que ha sabido sacar adelante obras tan exigentes como “Hairspray” o “La Cage aux Folles”. Sin embargo, en esta oportunidad no tiene que ceñirse a un guion marcado por una partitura dada. Tiene entera libertad para crear un espectáculo dirigido a un público específico. Y lo hace bien.
Nadie que vea “Full Monty” podrá negar que se trata de una obra enteramente dirigida a entretener, sin perder de vista un discurso inteligente y una buena dosis de sensibilidad.
Por supuesto, el nivel de producción es impecable. La dirección de arte cumple a cabalidad con las necesidades del guion. Todo luce real y los cambios de escena tienen la fluidez adecuada.
Con los actores sucede algo curioso. Inicialmente percibimos logros aislados y, como ocurre siempre con un reparto numeroso, la formación de cada uno se nota. Pero a medida que la obra avanza notamos que todos caminan en la misma dirección y en el espléndido final componen una unidad que logra emocionar.
Por supuesto, Renzo Schuller es la columna vertebral de la obra. Hace suyo el personaje apenas aparece y con ese dominio de escena que tiene consigue darle a su papel notas creativas. Acabada la obra es difícil pensar en el actor y el personaje por separado. Forman una unidad y esto se debe a una personalidad entregada totalmente al espectáculo. Curiosamente, las mejores réplicas las consigue con el niño Alonso Alvarado, que interpreta a Nathan. La relación padre e hijo funciona con mucha convicción y sin artificios.
Junto a ellos tenemos a un brillante Paul Vega, al sorprendente Lucho Sandoval, y a los oportunos Emilram Cossío y Ricardo Velásquez, en los papeles principales. Dejo para el final a Andrés Wiese, que en cada una de sus apariciones sobre el escenario provoca el incontrolable estallido del público femenino. Ignora cómo puede concentrarse en su personaje en medio de los alaridos de sus fans, pero saca adelante con mucho aplomo un personaje trabajado en detalle.
No puedo decir lo mismo del elenco femenino. Fiorella Díaz, Gachi Rivero, Pierina Carcelén y Ebelin Ortiz lucen grises, sin mayor oportunidad de crear personajes a partir de sus roles. Sin duda, el peso dramático de la obra está puesto en los papeles masculinos, pero el descuido de la dramaturgia en cuanto a las mujeres desequilibra el tono humano que la pieza posee.