Es quizás una de las mentes más lúcidas del panorama teatral latinoamericano. Arriesgado en sus obras –ni hablar de la polifonía de “La terquedad” ni su ambiciosa heptalogía inspirada en el óleo de El Bosco “Mesa de los pecados capitales”–, Rafael Spregelburd siempre aporta nuevos puntos de vista, tanto para la creación como para la discusión de puntos que, hoy por hoy, cuestionan las formas de las puestas en escena.
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El también director de teatro y actor estará este 1 de octubre en el Centro Cultural de la PUCP (invitado de la Facultad de Artes Escénicas de esa misma casa de estudios) para hablar sobre la producción de sentido en la dramaturgia contemporánea. Este Diario aprovechó su presencia para conocer su opinión sobre ciertos temas que atañen a las tablas.
¿Cómo se construye el sentido en el teatro?
Es una pregunta un poco amplia, pero podemos tratar de responderla de forma acotada. Yo creo que en diferentes disciplinas, incluso en la filosofía o en las distintas artes, la palabra sentido es utilizada abusivamente y, a veces, terminamos sin entender a qué nos referimos. Cuando yo empecé a formarme en teatro, una de las características fundamentales de la movida de Buenos Aires tenía que ver con lo que mis maestros llamaban “la multiplicación del sentido”, y es en ese contexto que yo hablo de producción de sentido. El sentido sería casi lo contrario del significado, para que nos entendamos. Creo que vivimos en sociedades que padecen un altísimo nivel de sofisticación de signos y de producción de significado en detrimento del sentido, que sería la parte oculta del fenómeno de producción del significado que, en general, ha sido desterrada de las artes comunicativas por ser ambigua, equívoca, por no responder claramente las preguntas, sino, más bien, formular nuevas incógnitas. El sentido es esa parte anicónica, sin signo, que ocurre también en la comunicación y, de esa manera, defino yo lo que vamos a hacer en este encuentro. Es una definición excesivamente técnica.
La crisis en Argentina y su repercusión en el teatro
“Bueno, el teatro argentino ha estado siempre muy ligado a la historia de sus crisis –dice Spregelburd–. Pero todo lo contrario [a lo que uno supondría] parece florecer y renovarse cada vez que, lamentablemente, el país asume una de sus crisis cíclicas. Yo recuerdo que nunca hubo tanta afluencia a los teatros como durante la crisis del 2001, por ejemplo, donde directamente se había acabado la emisión de moneda nacional, y nos manejábamos con bonos del Estado para pagar nuestros salarios y gastos inmediatos. El teatro parece ser el arte de las crisis, sobre todo en nuestro país donde el 90% de la creación es de una fuerte matriz política o, por lo menos, de compromiso con el presente. Hay otras ciudades en las que el teatro ocupa un lugar parecido al de la ópera, una especie de blasón de familia, de actividad cultural de ciertas clases. Y lo comparo con la ópera porque me parece un fenómeno fácil de comprender: la ópera es bella, pero conservadora, sus reglas no necesitan cambiar con el tiempo, el consumidor que celebra las óperas es más o menos siempre el mismo. Es un género estilístico muerto que se revive provisoriamente. El teatro no ha tenido nunca ese destino en la Argentina. Aquí se hace teatro con dinero, sin dinero, en teatros públicos, en casas de familias”.
La función del teatro
“La única que tiene es la de la multiplicación del sentido –afirma el autor–. Lo que pasa es que como el teatro está hecho por personas y ellas naturalmente ocupan posiciones sociales, es inevitable el traslado de su ideología, de sus deseos de modificar la realidad. Lo mismo se podría decir de las artes plásticas o de la música cuando se le considera bandera de difusión de ideas. Todo esto ocurre y está bien, pero el arte en sí mismo no debería dejar apresar su función por funciones prestadas, porque el arte no tiene las herramientas más adecuadas para dar esa batalla. Es en el campo sociológico, económico, político donde esas situaciones se resuelven con mayor eficacia y, el arte, más bien, parece plantear siempre las preguntas del futuro, algo que puede hacer si se desprende de los imperativos, de las urgencias que cada época trata de calcarle para dominarlo. Pero el arte siempre plantea una mirada hacia lo desconocido. El teatro de matriz político y discursivo suele ser muy aburrido porque reproduce lo que uno sistemáticamente recibe en Facebook. Cuando estas empiezan a imponerse como rémoras sobre las actividades artísticas, todas las obras se empiezan a parecer, todas las experiencias quedan de lado, los acontecimientos se reducen y se convierten en símbolos”.
La tecnología y su impacto en la forma en la que se consume el teatro
“¿Si las obras deberían durar menos porque el espectador actual pierde la concentración rápidamente? –cuestiona–. Me parece que es precisamente lo que decíamos antes: [la pregunta] es un calco de una situación perteneciente a otra urgencia, a la inmediatez del tuit, de las redes sociales, trasladada a otras actividades humanas, como puede ser el arte. Es tan ridículo como suponer que un pintor debería abandonar las pinturas grandes porque no entran en los museos y dedicarse a cosas chiquititas que cupieran en el teléfono. Si lo planteamos en esos términos nos damos cuenta de qué tan absurda es esa limitación. Lo que ocurre es que el teatro comparte con otras artes narrativas un montón de técnicas. De hecho, comparte mucho con la televisión, el cine, con la moda de las series. Se trata, al menos, de formas de contar historias. Y claro, ante la velocidad absoluta de las series, la voracidad con la que la gente consume tres o cuatro temporadas de una ficción con una narrativa compleja, también es bastante absurdo que el teatro haga lo contrario, que reduzca sus focos de atención y se haga mínimo. Yo creo que [esos temas] son falsas imposiciones sobre el arte teatral y que me preocupan poco. De hecho, [antes se dijo] lo mismo: que en la competencia con otras artes narrativas, el teatro no tenía ninguna posibilidad de ganar. Pero la especificidad del teatro no es su forma de contar historias, es el hecho de narrarlas en presencia. Esto no ha cambiado y no va a cambiar, y es lo que genera este convivio, esta simultaneidad del público frente al objeto que se arma y se desarma ante sus ojos es única. Es allí donde nos importa bien poco el avance de las pantallas. Yo soy un defensor de que el teatro va cambiando su manera de narrar: ya no nos interesan tanto las historias lineales con una fábula o moraleja política de codificación única; pero sí nos interesan las historias complejas, con desarrollos múltiples, donde no hay que arribar a una única moraleja, donde el acontecimiento está por delante del significado. Esto de la duración de las obras no me preocupa. Hay algunas que simplemente son más largas para poder satisfacer la búsqueda de lo complejo. [Creo que estas discusiones apuntan a] un deseo desesperado de estar al día con la realidad, pero no solo con la inmediata que se lee en los periódicos, sino con la realidad biológica y científica de nuestro mundo. Nosotros ya sabemos que las explicaciones simples son newtonianas, reducciones de acontecimientos complejos y que solo en la totalidad es posible comprender estos fenómenos. El problema es que ninguna persona individualmente puede manejar la totalidad; aunque de manera social sí se pueden comprender ciertos fenómenos políticos que se han ido repitiendo en nuestro continente. Si uno se quedara con explicaciones reduccionistas, no solo el teatro se achica y se empobrece, sino que nuestro mundo empieza a desaparecer, a tornarse mágico, podríamos volver a creer en deidades como el trueno o el rayo”.
El mayor peligro del teatro
Me parece que siempre es el mismo: la ignorancia –sentencia Spregelburd–. En cualquiera de las disciplinas humanas es la que conduce, en principio, a la apatía, a no comprender al otro y, por tanto, construir un fascismo latente, esto de lo que están tan preocupados en Europa. El temor al inmigrante y la ola migratoria que vuelve a Europa como un búmeran luego de un pasado colonialista empieza a generar una negación de la realidad, una suerte de ignorancia. Ese sigue siendo el enemigo de toda disciplina que se pretenda humana. El teatro, en ese sentido, es menor, no cumple una gran función en las sociedades. Es una cosa pequeña, con muy pocas capacidades de cambiar el mundo; lo que pasa es que quienes lo hacemos, bueno… Es nuestra forma de cambiar al mundo y por eso nos aferramos tan fuerte a él. Pero lo cierto es que un decreto presidencial o una campaña de Facebook podrían hacer desaparecer de la faz de la tierra la actividad teatral y no creo que nadie fuera a desgarrar sus vestiduras o manifestar su vida por una revolución que la recomponga. Lo teatral es una suerte de actividad inherente al deseo de conocimiento.
Paul Celan dijo: “En un idioma extranjero, el poeta miente”
Estoy bastante de acuerdo –anota–. Sobre todo, el que miente es el poeta. Pero también hay otro que afirma alguna realidad y es el traductor. Yo realmente creo que en el caso de la traducción hay un artista involucrado, y es el traductor por cómo logra pasar a su lenguaje los estímulos del sentido del lenguaje del otro. Es verdad que es muy difícil traducir el significado y que el significado no miente, pero el sentido sí se puede reproducir. Es decir, la traducción es lícita y posible si el traductor comprende profundamente qué es eso que debe respetar, todo aquello que era fuerza ausente o zona oscura en el poema original. Pero es muy probable que la frase sea cierta: el poeta es el que miente y el traductor es el que dice la verdad. En todo caso, el teatro se está enfrentando en este momento a una situación nueva y única que es la enorme velocidad de circulación de las piezas teatrales. En el pasado histórico del teatro, que una pieza rusa pudiese estrenarse en Italia requería una enorme cantidad de procesos de traslado; o que Ibsen o Strindberg, autores escandinavos, se hicieran autores mundiales requería un largo proceso de apropiación de los discursos de esos autores en realidades muy muy concretas. Hoy por hoy, en el mundo globalizado, esas realidades empiezan a parecerse y no es inhabitual observar que un autor alemán exprese su visión de la realidad de una manera similar a la de un autor peruano, esto es porque todos estamos consumiendo las mismas series de televisión, las mismas películas, novelas traducidas, si se quiere, y que la hipercirculación de la producción artística y discursiva nos lleva a que la traducción, incluso cuando es inexacta, funcione. ¿Por qué? Porque se expresa dentro del canon de obras traducidas. Yo no espero la misma conmoción poética que me da una obra de teatro traducida que la original. Yo ya sé que en la obra traducida hubo pérdida de significado y que, en todo caso, estará repuesta en algún hallazgo del traductor; y sin embargo, tenemos mucha avidez por esas expresiones sofisticadas, exóticas, que nos llegan en traducción. Nos interesa saber qué están haciendo los nuevos autores ingleses respecto de problemas en el Amazonas. Viste que esta circulación de temas globales está funcionando de esa manera. Sí creo que la traducción es cada vez más ardua: hay que poder lograr recomponer todas las situaciones del lenguaje de origen que incluyen a la sociedad de origen que habla ese idioma, en el lenguaje de destino.
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Lugar: CCPUCP. Dirección: Av. Camino Real 1075, San Isidro. Horario: hoy, 7 p.m. Ingreso: libre, previa inscripción en https://forms.gle/PswgKcC4Mh92ufmB7