Aunque suelo estar a favor de la participación del Estado en la economía con fines redistributivos, no creo que asignarle un papel empresarial sea necesario para ello. De hecho, puede incluso terminar siendo contraproducente. Piense, por ejemplo, en el caso de Petrobras. Es decir, una empresa en la que el Estado Brasileño tiene un paquete accionario que le permite el control de su gobierno corporativo: esa empresa estuvo en el epicentro del Caso Lava Jato, es decir, el mayor escándalo de corrupción en la historia de América Latina.
El esquema se repitió luego en países como el Perú, con casos como el denominado club de la construcción: empresas privadas que, en lugar de competir, se coludían para repartirse contratos sobrevalorados con el Estado, pagando a cambio sobornos por un determinado porcentaje del valor del contrato.
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Menciono específicamente el caso de Petrobras porque, de un lado, como empresa que cotiza en bolsa, presuntamente brindaba información pública y fidedigna sobre sus actividades. Y, de otra, buena parte de lo dicho ocurrió bajo el gobierno del Partido de los Trabajadores (es decir, un gobierno de izquierda que, sin embargo, permitió la captura de entidades públicas por parte de intereses privados).
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Otro ejemplo sería el de la denominada “reestatización” en el 2008 de Aerolíneas Argentinas por el gobierno kirchnerista. La empresa expropiada sometió el tema a un arbitraje ante el Ciadi, instancia que falló en su favor, obligando al Estado Argentino a pagar tanto “la totalidad de los costos del procedimiento” (incluyendo los gastos de representación del demandante) como US$320 millones de monto indemnizatorio (el Estado Argentino alegaba que, tomando en cuenta factores tales como su deuda tributaria, la empresa tenía un valor negativo). A su vez, según un reporte de BBC Mundo de agosto del 2013, hasta esa fecha el Gobierno había gastado US$3.600 millones en subsidios para la aerolínea. Y, para cobrar la deuda pública, el Estado Argentino se vio sometido a procesos de embargo de sus bienes en el exterior. ¿No habría sido mejor, por ejemplo, destinar esos recursos al gasto público en salud y educación?
Pero, a su vez, una de las razones por las que Pedro Castillo podría ganar la presidencia, es el poder persuasivo de argumentos que apelan al sentido común. Por ejemplo, sostener que no está bien que, mientras exportamos la mayor parte del gas extraído de Camisea, en esa misma región haya pobladores que aún cocinan con leña. Y el caso boliviano demuestra que, para fines como destinar una mayor proporción de la producción de gas para el consumo interno, no es necesario expropiar las empresas del sector: aunque hubo episodios de expropiación, en lo esencial lo que hizo el Estado Boliviano fue renegociar contratos con las principales empresas del rubro (renegociaciones que en el Perú ocurren con frecuencia, solo que habitualmente en favor de las empresas que contratan con el Estado).
Del ejemplo boliviano, sin embargo, derivan también algunas advertencias. La principal sería que el Estado Boliviano renegoció contratos en condiciones que le fueron particularmente favorables. En primer lugar, lo hizo durante la mayor alza en la cotización internacional de las materias primas en medio siglo. En segundo lugar, el gobierno corporativo de las principales empresas afectadas, Petrobras y Repsol, estaba bajo el control de gobiernos de izquierda en Brasil y España, respectivamente (los cuales prefirieron buscar una solución negociada antes que apelar a arbitrajes o a la amenaza de sanciones). Por último, el gas boliviano daba cuenta entonces de cerca del 5% del consumo energético del Brasil. Y, aunque los ingresos fiscales crecieron dramáticamente producto de la renegociación (permitiendo financiar programas sociales), las nuevas condiciones no fueron particularmente propicias para atraer inversión privada después de que el superciclo de las materias primas llegara a su fin.
Es decir, cuando de renegociar contratos se trata, el diablo suele estar en los detalles.
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