La búsqueda de puntos de comparación que guíen nuestra comprensión del mundo parece un rasgo común a nuestra especie. Por ejemplo, el precedente más cercano en el tiempo con el que comparamos las protestas en diversas regiones del mundo hoy es lo que en 2011 se dio en denominar Primavera Árabe. Ello pese a que, en forma invariable, esas fueron revueltas contra regímenes autoritarios, mientras que buena parte de las protestas actuales se dan bajo regímenes democráticos. Tanto así que el propio nombre Primavera Árabe deriva de la comparación con las revueltas contra el absolutismo que tuvieron lugar en Europa en 1848, a las que se bautizó en retrospectiva como La Primavera de los Pueblos.
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Pero si lo que las unía era el ser revueltas contra el absolutismo, entonces aquella primavera no podría ser considerada una experiencia exitosa, dado que ninguna de esas revueltas dio origen a un régimen democrático (a diferencia de su par árabe, que dio origen al régimen democrático que existe en Túnez). Pero claro, la razón por la que las revueltas de 1848 son consideradas parte del proceso que democratizaría en forma paulatina al continente europeo es que serían la fuente de inspiración de revueltas posteriores que tuvieron el mismo objetivo y que, a diferencia de las originales, consiguieron alcanzarlo. Lo mismo habría ocurrido con la Primavera Árabe de 2011, cuyos brotes parecieron reverdecer este 2019 en Argelia, Irak, Líbano y Sudán.
Entre esas, la revuelta más exitosa se produjo en el país más pobre y con menor nivel de educación formal: Sudán. En él se ha formado un gobierno que habrá de conducir una transición hacia la democracia, levantando en el proceso las hipotecas autoritarias del viejo régimen. Por ejemplo, al derogar la “Ley de Orden Público”, que restringía los derechos de las mujeres, desde prohibirles el uso del pantalón en lugares públicos hasta limitar el tipo de estudios que podían realizar o los trabajos que podían desempeñar.
Eso último está ligado a una característica medular que comparten las protestas en los cuatro países: su agenda secular. En Irak y el Líbano, en donde el sistema político se organiza con base en las diferencias religiosas, las protestas tienen a ese sistema como blanco de sus críticas. Una de las consignas en Irak, por ejemplo, es “No a la religión, no a la secta”, mientras en el Líbano se corea “Ni islam ni cristianismo: rebélate por la nación”. Esa es la razón por la que quienes propician la politización de las identidades religiosas (como el régimen iraní y sus aliados), ven esas protestas como una amenaza, y las reprimen a sangre y fuego.
Lo dicho refleja los cambios que tienen lugar en las sociedades árabes. Así como en 18 países de nuestra región se lleva a cabo desde los años 90 la encuesta conocida como Barómetro de las Américas, también existe el Barómetro Árabe. Según este, el respaldo a los partidos islamistas cayó desde un 35% en 2013 a un 20% en 2018, mientras la proporción de los ciudadanos árabes que dicen no ser religiosos creció en el mismo lapso desde un 8% hasta un 13%. Esa tendencia hacia la secularización es particularmente fuerte entre los menores de 30 años que, en las sociedades árabes, representan más de la mitad de la población.