"Boko Haram, ¡bang, bang! Ubana" (Boko Haram disparó a mi padre) son las primeras palabras que salen de la boca de Fati, una niña de 10 años que huyó de Doron Baga, en la orilla nigeriana del lago Chad, en Nigeria, después de que el grupo islamista atacara su aldea a principios de enero.
Junto a ella, su hermana Amina, de solo 7 años, no para de llorar y balbucear. Las dos estaban en casa cuando comenzaron a escuchar disparos y su padre, que había salido por leña, regresó a toda prisa para decirles que se metieran otra vez a la casa.
Ya no lo volverían a ver más. Los milicianos de Boko Haram lo capturaron junto a otras 15 personas y lo ejecutaron en el pueblo como represalia porque el gobierno local solía colaborar con el Ejército nigeriano.
Como Fati y Amina, cientos de niños que ahora viven en el campo de refugiados de Dar es Salam, a unas decenas de kilómetros de la frontera de Chad con Nigeria, han visto cómo sus aldeas fueron arrasadas y, en algunos casos, cómo sus padres y madres eran asesinados a sangre fría.
"En Dar es Salam hay aproximadamente 2.000 menores de edad, de los cuales unos 1.500 tienen menos de 12 años", explica a Efe Claude Ngabu, el jefe de la oficina local de Unicef en Baga Sola, que se encuentra a escasos diez kilómetros del campo de refugiados.
Niños nigerianos. (Foto referencial: AFP)
"Han visto cosas horribles y en algunos casos han llegado aquí sin nadie de su familia, después de viajar durante días junto a vecinos o conocidos", añade Claude. Según la cifras que maneja Unicef, hasta 126 niños han llegado separados de sus familias.
Muchas veces las palabras no son suficientes para explicar lo que estos niños han vivido, ya sea porque son demasiado pequeños para expresarse con fluidez o porque todavía no han digerido el trauma de huir de sus casas y dejar atrás el único mundo que han conocido.
En uno de los "Espacios Amigos de la Infancia" del campo, espacios de recreo en los que se prioriza la estabilidad emocional de los niños, Unicef ha organizado un taller de dibujo y ha dado a los niños toda clase de lápices y rotuladores de colores para que dibujen a Boko Haram.
Abdullah, de 13 años, coge el lápiz de color marrón y comienza a dibujar un coche. Hasta pasado un buen rato, cuando ya ha pintado con esmero los intermitentes y las llantas, no empieza a dibujar dos hombres con metralletas que están subidos a la parte trasera del coche.
Cuando Boko Haram atacó su aldea, él estaba jugando en la calle y corrió lo más rápido que pudo para volver a su casa y avisar a su abuela. Sin tiempo para mucho más, Abdullah y su abuela huyeron del pueblo sin saber dónde estaba el resto de su familia.
Al cabo de un tiempo, su padre se encontraría con ellos en Ngouboua, aldea junto a la orilla del lago Chad donde se construyó el primer campo de refugiados antes de ser trasladado a Baga Sola por motivos logísticos y de seguridad.
Su compañero de mesa, Ali, ha dibujado varios edificios cubiertos por una infinidad de rayas rojas. Boko Haram arrasó y quemó gran parte de su aldea mientras disparaba a los que huían aterrorizados en medio de la confusión.
Sin darse cuenta, Ali había estado contando su propia historia y, tanto lo que dibuja como lo que no, dan pistas sobre cómo se siente después todo lo que ha pasado.
El bullicio dentro de la tienda, con risas, gritos y alguna riña, es tan parecido al que se podría escuchar en una escuela de primaria de cualquier lugar del mundo que hasta casi es posible olvidarse de lo que hay fuera.
Los niños, con lápices en mano, dibujan a Boko Haram y las terribles matanzas que ha cometido en el noreste de Nigeria, pero al mismo tiempo se abstraen de todo y durante un rato pueden ser solo eso: niños.
Fuente: EFE