Arthur Conan Doyle publicó “Estudio en escarlata”, la primera novela de la saga de Sherlock Holmes, en 1887. Durante su primer encuentro, Holmes comienza un diálogo con el doctor Watson diciéndole: “¿Cómo está usted? […]. Por lo que veo, ha estado usted en Afganistán”. Watson responde sorprendido: “¿Cómo diablos lo sabe usted?”, pregunta a la que Holmes responderá con una de sus célebres inferencias deductivas.
A juzgar por la fecha de publicación, el ficcional médico militar John Watson habría participado en la segunda de las denominadas “guerras angloafganas”. Hubo tres de estas porque el Reino Unido jamás pudo consolidar un dominio sobre Afganistán, como tampoco pudo hacerlo la Unión Soviética en el siglo XX o Estados Unidos en el siglo XXI.
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Que a lo largo de su historia Afganistán haya padecido unos 40 años de ocupación extranjera sugiere una respuesta a la pregunta sobre qué debió hacer Estados Unidos para que el desenlace de su intervención no fuese tan deplorable: la pregunta parece sugerir que, con una estrategia diferente, la invasión y ocupación de Afganistán podría haber contribuido a resolver los problemas de ese país. En realidad, las investigaciones sobre intervenciones militares extranjeras (a las que me referí en artículos anteriores) sugieren que, en la gran mayoría de casos, esas intervenciones son parte del problema, no de la solución.
Algo similar podría decirse sobre el aciago destino de las mujeres afganas. Dado el papel que en medios y redes sociales suele tener la burka como símbolo de los problemas del país, cabría decir lo siguiente sobre la imagen pública de las mujeres afganas: las fotos en las que estas lucen trajes de baño occidentales o faldas cortas son en forma invariable de los años 70. Es decir, se tomaron durante la monarquía que llegó a su fin en 1973, o durante el breve período republicano que le sucedió. Pero también se trata, invariablemente, de mujeres provenientes de las élites urbanas del país.
En realidad, no existen imágenes más significativas de mujeres de estratos populares con protagonismo político en Afganistán, que aquellas en las que estas se encuentran en formación militar portando armas de guerra. Claro, hoy pocos reivindican esas imágenes porque corresponden al período en el cual Afganistán fue gobernado por una dictadura comunista respaldada por la Unión Soviética. Pero también fue una dictadura lo que instauraron los muyahidines que derrocaron al régimen comunista, con el respaldo de Estados Unidos. Y la dictadura de los muyahidines implicó un retroceso significativo en materia de derechos de la mujer.
Por lo demás, las mujeres afganas no solo han sido victimizadas por los talibanes: también han sido víctimas de más de 40 años de guerras propiciadas por las intervenciones soviética y estadounidense. Por ejemplo, de los millones de afganos que se encuentran fuera de su país en condición de refugiados, alrededor de un 75% son mujeres y niños. Lamentablemente, parece aún vigente lo que sostuviera Mónica Bernabé en su libro “Afganistán, crónica de una ficción”, sobre la llegada de los talibanes al poder en 1996: “La destrucción, la violencia y el caos fueron tan generalizados que, cuando aparecieron los talibanes, se les consideró, por contraposición, pacificadores. La paz a cambio de un régimen represor, sobre todo para las mujeres”.
Podríamos añadir que Joe Biden llevó a cabo el retiro que Donald Trump negoció con los talibanes (sí, eso de que “no se negocia con terroristas” fue siempre una quimera), porque coincidían en que el Gobierno Estadounidense había alcanzado el objetivo fundamental de la intervención militar: impedir que el enemigo al que George W. Bush definió como organizaciones terroristas de alcance global (es decir, Al Qaeda y, luego, Daesh), empleen territorio afgano como plataforma para lanzar ataques contra sus ciudadanos e intereses. El objetivo fundamental nunca fue proteger los derechos de la población civil.
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