Para caminar por algunas de las calles de Amizmiz, el pueblo más cercano al epicentro del terremoto de Marruecos, hay que subir y bajar pequeñas montañas de escombros. Debajo, todavía quedan fallecidos. En esta localidad a los pies del Atlas se cuentan por decenas, que siembran de dolor a sus desconcertados habitantes.
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Este sábado, pueblos como Amizmiz, a una hora en coche al sudoeste de Marrakech, son el centro de la tragedia que se ha llevado ya 1.037 muertos por delante, una cifra que no para de crecer.
La mitad de ellos, 542, se concentran en la región de Al Hazoud, poblada de pequeñas aldeas, algunas totalmente destruidas, y también de alguna localidad más grande como Amizmiz, con 15.000 habitantes en 2014 (último censo) y donde, según informó a EFE un concejal, 28 casas están totalmente destruidas.
Hechas muchas de adobe, la tierra amalgamada no ha resistido las sacudidas del seísmo de magnitud 7 cuyo epicentro está en algún lugar a 30 kilómetros subiendo las montañas en cuya falda está Amizmiz.
A simple vista, la mitad de sus edificios han sufrido daños: casas enteras caídas, cornisas, trozos de muros o incluso todo un primer piso aplastado.
La destrucción es evidente. Nada más entrar en el pueblo: una casa derrumbada. Abdul, que vive dos edificios más allá, explica que de los cinco de una familia, han rescatado a tres, pero otros dos, entre ellos un gendarme, han muerto.
Más allá, junto a una rotonda, una gigante excavadora intenta llegar al corazón de un edificio hecho añicos. Cuatro militares escrutan dentro. Hay dos sepultados, dice un espectador, y dos personas murieron, un niño y un adulto.
Hoy, las tareas de rescate se concentran en alguna casa mientras los habitantes de Amizmiz viven en la calle con caras de desconcierto. Algunos se concentran frente al centro de salud, donde hay 24 cadáveres esperando sepultura envueltos con mantas y ordenados debajo de un árbol.
El concejal explica a EFE que ya se cuentan entre 60 y 70 muertos, y otro responsable local añade que en realidad son más, porque aún quedan debajo de los escombros. “Hasta que no acabe todo esto, no sabremos cuántos muertos hay”, afirma.
Junto a una de esas calles reducida hoy a piedra y adobe, un trabajador de protección civil asegura que en algunas casas han muerto familias enteras de cinco o seis miembros.
Safa Vichiken, de 22 años, espera frente al centro de salud, y pone nombre a algunos de ellos. Su amiga del alma, esa a la que veía cuatro veces por semana, murió junto a su madre. Se llamaba Rizlane, tenía su misma edad y trabajaba con ella en un centro de primaria.
Su padre y su hermano se salvaron, pero las mujeres no. “Es muy duro. Con ella podía hablar de cualquier cosa. Ahora no tengo a nadie con quien hacerlo”, afirma serena.
Rizlane no es la única conocida que ha muerto. También su vecino, Hajib, de 32 años. Su madre vivió. Y así cada uno de los habitantes de Amizmiz. A todos toca la muerte de una manera u otra.
En un goteo, se los van llevando del centro de salud al hombro sobre camillas de madera, al estilo musulmán, o simplemente en brazos. Es raro no ver lágrimas, abrazos y despedidas.
Las ambulancias no dejan de llegar. Según el responsable local, ya han trasladado a cien heridos a Marrakech. Son padres y madres que en algunos casos dejan niños detrás. Y son niños como la que llora dentro del consultorio, ensangrentada, y se abraza desconsolada a su madre herida.
El terremoto fue un zarpazo que se dejó oír alto y fuerte. Para Safa, en forma de un “ruido raro” que en seguida supo que era un seísmo.
Ali Benhoumu, un respetado hombre de 68 años, recuerda que primero vieron “mucho polvo”. Después de cinco minutos, fue “como una bomba”, la que ha arrasado con la felicidad de miles de marroquíes.
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