Los hospitales de Brasil están colapsando a medida que una variante del coronavirus altamente contagiosa se extiende por el país, el presidente insiste en tratamientos no probados y el único intento de crear un plan nacional para contener el COVID-19 se ha quedado corto.
Durante la última semana, gobernadores brasileños trataron de hacer algo que el presidente, Jair Bolsonaro, rechaza obstinadamente: armar una propuesta para que los estados ayuden a frenar el brote más letal del virus hasta la fecha en el país. Se esperaba que el esfuerzo incluyera un toque de queda, la prohibición de eventos multitudinarios y límites a las horas en las que pueden funcionar los servicios no esenciales.
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El producto final, presentado el miércoles, fue un documento de una página que incluía un apoyo general a la restricción de la actividad pero sin medida específica alguna. Seis gobernadores, todavía temerosos de enfrentarse a Bolsonaro, se negaron a firmarlo.
El del estado de Piauí, Wellington Dias, dijo a The Associated Press que, a menos que se alivie la presión sobre los hospitales, cada vez más pacientes tendrán que pasar la enfermedad sin una cama en un hospital ni la esperanza de recibir tratamiento en una unidad de cuidados intensivos.
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“Hemos llegado al límite en todo Brasil; raras son las excepciones”, afirmó Dias, que dirige el foro de gobernadores. “La posibilidad de morir sin ayuda es real”.
Esos decesos ya han comenzado. En la región más rica de Brasil, Sao Paulo, al menos 30 pacientes murieron este mes esperando una plaza en la UCI, según un conteo publicado el miércoles por la web de noticias G1. En Santa Catarina, en el sur del país, 419 personas esperan ser trasladadas a una cama en una unidad de cuidados intensivos, y en el vecino Río Grande do Sul, las UCIs están al 106% de su capacidad.
Alexandre Zavascki, médico en la capital de Río Grande do Sul, Porto Alegre, describió la llegada constante de pacientes con problemas para respirar.
“Tengo muchos compañeros que, a veces, paran a llorar. Esta no es la medicina que estamos acostumbrados a practicar. Esta es una medicina adaptada para un escenario de guerra”, dijo Zavascki, que supervisa el tratamiento de enfermedades infecciosas en un hospital privado. “Vemos que una buena parte de la población se niega a ver lo que está ocurriendo, se resiste a los hechos. Esas personas pueden ser las próximas en pisar un hospital y querrán camas. Pero no habrá ninguna”.
El país, agregó, necesita “medidas más rígidas” de las autoridades locales.
A pesar de las objeciones del presidente, el Supremo Tribunal Federal de Brasil confirmó la jurisdicción de las ciudades y los estados para imponer restricciones a la actividad. Aún así, Bolsonaro ha condenado constantemente sus movimientos, alegando que la economía necesita seguir activa y que el aislamiento causaría depresión. Las medidas se relajaron al final de 2020, cuando las infecciones y decesos por COVID-19 descendieron, se inició la campaña para las elecciones municipales y los brasileños que regresaron a casa estaban cansados de la cuarentena.
El último repunte está impulsado por la variante P1, que según dijo el ministro de Salud del país el mes pasado, es tres veces más transmisible que la original. Se hizo dominante primero en la ciudad amazónica de Manaos, y en enero obligó a trasladar por aire a cientos de pacientes a otras regiones.
El fracaso de Brasil a la hora de contener el virus desde entonces se ve cada vez más como una preocupación no solo por sus vecinos latinoamericanos, sino también como una advertencia para el mundo, señaló el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus, en una conferencia de prensa el 5 de marzo.
“En el conjunto del país, el uso agresivo de medidas de salud pública, de medidas sociales, será muy muy crucial”, afirmó. “Sin hacer cosas que tengan un impacto en la transmisión o supriman el virus, no creo que pueda haber una tendencia a la baja en Brasil”.
Los más de 10.000 fallecimientos reportados la semana pasada en Brasil fueron su peor marca desde el inicio de la pandemia, y el conteo de esta semana va camino de ser incluso más alto luego de que se registraran cerca de 2.300 decesos solo el miércoles, batiendo el récord del día anterior.
“Los gobernadores, como gran parte de la población, se estar hartando de toda está inacción”, dijo Margareth Dalcolmo, una destacada neumóloga el Instituto Fiocruz, de gestión estatal. El pacto propuesto es vago y seguirá siendo simbólico a menos que tenga un gran alcance y confronte al gobierno federal, agregó.
El consejo nacional de ministros estatales de Salud pidió la semana pasada el establecimiento de un toque de queda en todo el país y de cuarentenas en las regiones donde la capacidad hospitalaria está cerca de su máximo. Una vez más, Bolsonaro objetó.
“No lo decretaré”, señaló el político en un acto el lunes. “Y pueden estar seguros de una cosa: mi ejército no saldrá a la calle para obligar a la gente a quedarse en casa”.
Las restricciones ya podían notarse en el exterior del palacio presidencial luego de que el gobernador de Distrito Federal, Ibaneis Rocha, implementó un toque de queda y un confinamiento parcial. Rocha advirtió el martes que podría incrementar las restricciones, excluyendo solo a farmacias y hospitales, si la gente no desobedece las normas. En la actualidad, la lista de espera para ocupar una cama en una UCI en la región es de 213 personas.
Bolsonaro dijo a reporteros el lunes que el toque de queda es “una afrenta, inadmisible” y que incluso la OMS cree que los confinamientos no son adecuados porque afectan de manera desproporcionada a los pobres. Aunque la agencia de Salud de Naciones Unidas reconoce los “profundos efectos negativos” de esta medida, señala que algunas naciones no tienen más opción que imponer medidas muy estrictas para ralentizar los contagios, y que los gobiernos deben aprovechar al máximo el tiempo adicional para hacer pruebas y rastrear casos, además de atender a los pacientes.
Este matiz se le escapó a Bolsonaro. Su gobierno sigue buscando soluciones milagrosas que por el momento no han servido para nada más que para alimentar las falsas esperanzas. Cualquier idea parece ser digna de consideración, excepto las de los expertos en salud pública.
El gobierno de Bolsonaro gastó millones en producir y distribuir pastillas contra la malaria, que en estudios rigurosos no mostraron ningún beneficio. Sin embargo, el presidente respaldó este medicamento. También apoyó el tratamiento con dos fármacos para combatir los parásitos, ninguno de los cuales ha demostrado ser efectivo. El miércoles volvió a elogiar su capacidad para evitar hospitalizaciones durante un acto en el palacio presidencial.
Bolsonaro envió también un comité a Israel esta semana para evaluar un espray nasal no probado que ha calificado de “producto milagroso”. Dalcolmo, cuya hermana está ingresada en una UCI, calificó el viaje como “realmente patético”.
Camila Romano, investigadora en el Instituto de Medicina Tropical de la Universidad de Sao Paulo, espera que la prueba que está desarrollando su laboratorio para identificar variantes preocupantes, incluyendo la P1, ayude a monitorear y controlar su propagación. Además, pide medidas más estrictas del gobierno y que los ciudadanos cumplan su parte.
“Cada día hay una nueva sorpresa, una nueva variante, una ciudad cuyo sistema de salud colapsa”, afirmó Romano. “Ahora estamos en la peor fase. Si esta es la peor fase, (porque) desafortunadamente no sabemos lo que está por venir”.
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