Por años nos ha contado acerca de las guerras más feroces, pero hoy al celebrado periodista Jon Lee Anderson la paz lo tiene ocupado y entusiasmado. O mejor dicho: contento. Como él mismo nos dice desde Andalucía (España), donde pasa unos días de descanso junto a su familia, antes de volver a Colombia para participar en el Festival Gabriel García Márquez y presenciar in situ el plebiscito sobre el acuerdo de paz del domingo 2 de octubre y lo que podría ser el fin de la guerra con las FARC.
—Empiezo con una coincidencia curiosa. El Festival García Márquez acaba el 1 de octubre y al día siguiente es el plebiscito sobre el acuerdo.
Yo creo que de estar vivo Gabo [Gabriel García Márquez] estaría emocionadísimo por lo uno y por lo otro. Primero, porque él se definía como periodista y creó la Fundación Nuevo Periodismo con el afán de hacer un aporte a la sociedad colombiana y latinoamericana, creando nuevas generaciones de periodistas que podrían incidir y educar a sus sociedades. Y segundo porque de todas las personas que he conocido en Colombia, él era una de las más felices de ver un día a su país en el umbral de la paz.
—¿Confía en que el Sí al acuerdo de paz se impondrá en el plebiscito?
No tengo dudas de que saldrá a favor del Sí. Y que ello sea en simultáneo con el final de una nueva edición del Festival García Márquez, donde se van a reunir periodistas de todo el hemisferio para celebrar el buen periodismo, es una coincidencia muy feliz.
—¿Usted también lo está?
Sí, muy contento. Yo viví en Colombia a los 4 años. Y se lo he dicho antes a mis amigos colombianos: mis primeras memorias son de Colombia y son todas violentas. Y luego, cuando volví como joven periodista, ya se había convertido en el país más violento de América Latina y del mundo. Es decir, Colombia ha sido un país marcado por la violencia durante toda mi vida.
—Y ahora está cerca de la paz...
El hecho de que en un mundo tan inhóspito, con el Estado Islámico y otros grupos yihadistas, y en el que mucha gente teme que lo que vemos en el Medio Oriente sean los comienzos de la tercera guerra mundial, que Colombia –el país antes más violento– se convierta en un pregón de la paz parece una noticia caída de los cielos, que debe ser celebrada en el mundo. Es la prueba viva de que podemos lograr algunas cosas en el planeta, cuando todo parece desmoronarse.
—Pero también hay un sector descontento, que dice que el acuerdo con las FARC es excesivo en sus concesiones y otorga impunidad.
A los que critican el acuerdo con las FARC yo les preguntaría: ¿Dónde estaban cuando Álvaro Uribe amnistió a los paramilitares que cometieron masacres? Siempre se habló de las FARC, y es cierto que cada colombiano es consciente de que fueron secuestradores y asesinos, pero de los paramilitares poco se habla. Sin embargo, ellos cometieron atrocidades con un gran sadismo, similares o más allá de las cometidas por las FARC.
—¿Sigue siendo un tema tabú el de los paramilitares?
Así es. Tiendo a pensar que los paramilitares son como el Frankenstein de la sociedad colombiana que nadie quiere mirar, porque se hizo con la anuencia del Estado, en complicidad con las FF.AA. en muchos casos y, a mi modo de ver, con la anuencia del ex presidente Uribe y de muchos políticos vinculados a él.
—¿Es el mejor acuerdo de paz posible, como dicen sus defensores?
Si se quiere la paz en Colombia, tiene que ser una equitativa, y no de los vencedores. En España, [Francisco] Franco hizo una paz que era de los vencedores. Unos sobre los otros. Hoy todavía hay gente en España que tiene miedo por esa paz impuesta. La paz que quisiera Álvaro Uribe sería como la que logró Franco. Una que devastó y aniquiló un lado de la población. Pero Uribe no lo logró. Derrotó a las FARC, pero no se las aniquiló. Entonces, se tuvo que hablar con ellos y aceptar ciertas condiciones para que Colombia fuera hacia la paz.
—Se cuestiona dar penas de solo 5 u 8 años de cárcel a los guerrilleros que reconozcan sus crímenes.
Eso funcionó en Sudáfrica, puede funcionar en Colombia también, ¿por qué no? Quizá si yo fuera el hijo de una persona asesinada por las FARC me sentiría amargo, pero yo no escucho a mucha gente en Colombia que ha padecido pérdidas de esa índole clamando por castigos mayores. Las víctimas de verdad son gente que ha aprendido, que saben desde su ADN el dolor de la guerra. Y en mi experiencia son los que más apoyan esta iniciativa de paz.
—¿Cree que el proceso de paz va a ayudar a reducir la criminalidad y el narcotráfico en Colombia?
Uno no puede ser clarividente. Teóricamente sí se podría reducir por razones obvias: si las FARC –que por razones económicas han estado cubriendo de una forma u otra el narcotráfico o el cultivo de la coca– salen del negocio, obviamente habrá un debilitamiento. Pero si el Estado Colombiano no es capaz de llenar esos espacios dejados por los que se alzaron en armas con institucionalidad y ley, difícilmente veremos una mejoría.
—¿Se podría agravar?
Creo que podríamos observar una especie de metástasis de la economía de la violencia y la criminalidad. Como lo que pasó tras la muerte de Pablo Escobar. El desmembramiento de los cárteles no redujo la producción del narcotráfico, sino que creó un montón de ‘cartelitos’. El gran reto es de la sociedad colombiana, que incluirá a los ex miembros de las FARC, para encontrar fórmulas de afincar y extender el Estado de derecho en lugares que se dejaron a la intemperie.
—Vayamos a Perú, un país que ha pasado también por una guerra antisubversiva, pero que tiene, a diferencia de Colombia, una aparente incapacidad de hablar sobre lo que pasó. ¿Por qué crees que sucede eso?
Lo que pasa es que, en general, los países que no hablan del pasado son países donde un lado conquistó al otro. Y si bien Sendero Luminoso generó una violencia muy nefasta, el Estado también reaccionó con mucha violencia. Pero como el Estado venció a Sendero, básicamente a partir de la captura de Abimael Guzmán, no ha mirado atrás. Es más, la sociedad peruana durante unos años se revolcó en la cama con un presidente [Alberto Fujimori] que fue a su vez un criminal, junto con su asesor Vladimiro Montesinos. La sociedad peruana no quiso mirar lo que estaban haciendo en los Andes contra la gente indígena. Y no fue hasta la desgracia y caída del poder de esos dos señores que empezaron a darse cuenta de la realidad que habían avalado.
—A propósito de que menciona a Fujimori, ¿qué es para usted el fujimorismo?
No sé si hoy se le puede llamar así, fujimorismo, pero para mí es el populismo más burdo. Lo único que me dicen los peruanos que son fujimoristas es que “bueno él [Fujimori] acabó con la guerra, nos dio más de comer, que los índices económicos eran mejores”. Pero cuando uno mira fríamente la época, se dejó al Perú en la intemperie. Perú produjo tres grandes personajes en la década del ochenta y noventa y los tres están encarcelados. El hombre de Fujimori, Montesinos, está en la cárcel junto a Guzmán. ¿Y quién era él [Montesinos]? Una especie de Rasputín que mató, sobornó, traficó armas y seguramente drogas también. Yo creo que el fujimorismo es una oportunidad, como fenómeno, para que los peruanos estudien bien qué es lo que han producido y avalado. Y si no han aprendido de lo que les dejó, están condenados a repetirlo en algún momento. Espero que no suceda.
"Perú es un país que no responde a las pautas normales"
—¿Y qué opinión tiene de Kuczynski? En un reciente artículo que escribió en The New Yorker sobre el resultado de las elecciones presidenciales, dijo que él era un político que no encajaba en la tendencia de América Latina.
En el sentido que es un outsider e insider a la vez. Él es, por supuesto, un hombre del establishment, de principios liberales y económicos. Es un hombre de centro derecha que ha participado en muchos gobiernos. Por eso es un insider. Pero al mismo tiempo es un outsider por su ascendencia europea. Gente así pocas veces son elegidos y elegibles en América Latina. Si uno mira bien los países alrededor, el electorado tiende a votar por líderes que reflejan más sus razas. Votan por gente más criolla. Pienso en Hugo Chávez, en Evo Morales. Pero de pronto tenemos a un PPK con un apellido de lo más polaco… Perú es quizás el Estado excepcional en América Latina. Y, en ese sentido, lo hace interesante.
— ¿Por qué lo dice?
Porque de pronto no responde a las pautas normales. Tiene amplia visión y receptividad entre sus alternativas de hijos de migrantes. Es curioso. También está Keiko Fujimori, una mujer hija de un chino, como le llaman, que todavía tiene posibilidades interesantes.
— Su artículo lo tituló “Una sorprendente coalición trae un nuevo líder a Perú”. Evidentemente, también le sorprendió el apoyo que recibió PPK de la izquierda.
Esa es otra singularidad en el ascenso de PPK: llega a Palacio gracias a la izquierda. Eso para mí da mucho aliento, en el sentido que, sin precedentes, vemos a una izquierda apoyando a alguien que no es su santo de su devoción pero que es mucho mejor que la otra opción. Vemos cierto pragmatismo reemplazar a posiciones más vehementes, que para un país como Perú creo que es bienvenido. Además siento, y esto es un instinto mío, que PPK en el fondo es llevado por un instinto de nobleza “brithis” y quiere dejar un patrimonio positivo para su país. Ya es un hombre que es cómodo. No le hace falta ser millonario a los 77 años. No creo que sea un corrupto. Ojalá que los funcionarios de su gobierno tampoco lo sean. Ojalá que a partir de esta coyuntura veamos a un Perú donde el espíritu civil prevalezca a las políticas de enfrentamiento que tanto debilitan a las sociedades. Vamos a ver.
—Siguiendo en Perú, ¿qué lo llevó a internarse en la selva peruana? [Anderson publicó en agosto un largo reportaje sobre los Mascho Piro, una comunidad de nativos no contactados que viven en la selva de Madre de Dios]
Un sentimiento de larga data. Un interés, fascinación y cierta pasión en la Amazonía, su medio ambiente y su gente original: las personas que hoy en día se le llaman no contactados o aislados. Siempre me ha consternado, digamos, la fragilidad de sus existencias. Desde que yo era joven he andado por esos lares y he sido consciente de la destrucción sucesiva de sus bosques y de su habitad. Ha sido siempre una gran frustración y tristeza mirar desde lejos y no poder hacer nada. Mis primeras andanzas como joven aventurero y periodista eran justamente en esos lares, buscando presenciar antes de que desaparecieran lo silvestre, lo salvaje, lo original del mundo.
—Entonces, volver a la selva peruana fue como regresar al lugar de origen.
Ese reportaje significó mucho para mí. Y te diría más: me ayudó a poner de nuevo a Perú en mi mapamundi. Siento ganas de volver siempre a Perú. Me dio una sensación de tristeza presenciar lo que presencié, cuando hice la crónica sobre los Mascho Piro. Pero a la misma vez me estimuló porque todavía quedan cosas para salvar y proteger. Mi gran esperanza es ver a Perú que tenga una suerte de parque nacional como tenemos en Estados Unidos que son inviolables, eso sí, tristemente sin sus indios de origen. Perú tiene el chance de poder salvar no solo sus hábitats originales sino a sus personas. En fin. Es un tema fascinante que me provoca mucho interés como reportero.
—Y así como en la selva, ¿también hay otros temas en el Perú que te generen ese interés?
Hay muchos, pero como fuente de pasión particular diría que todos los temas relacionados con esa basta región selvática. Yo creo que Perú es un país con mucha efervescencia. Es un gran país. Perú, como dije hace unos momentos, ha estado en su aire. Es un país que no ha seguido las pautas típicas de las épocas. El maoísmo en los ochenta, luego Fujimori y ahora en una manera más benigna PPK. Pero a la vez Perú es un país que todavía no pega más allá de sus fronteras. Más allá de su gastronomía, poco se siente la mano del Perú. Me gustaría ver, escuchar, y observar un efecto peruano en el mundo. Me gustaría ver peruanos con una ambición de incidir en el quehacer de su tiempo, más allá de la frontera. Es decir, en la política internacional. ¿Dónde está la voz peruana? Eso sería muy chévere.
“Es inconcebible lo que vemos con Trump”
—Hablemos de Donald Trump. ¿Qué impresión le dejó la visita que hizo a México hace poco?
Primero, sentí mucha vergüenza por mis amigos mexicanos. Fue inaudito que su presidente invitara a Trump y que, de alguna forma, los humillara más. Trump salió de ahí luciendo más como estadista, al menos para su gente. Para mí no. Para mí apareció como un tipo torpe. Pero para sus aficionados parecía un presidente. Fue un episodio bochornoso para México y positivo para Trump, lamentablemente.
—Y, sin embargo, Trump no está tan lejos de llegar a la Casa Blanca.
Es increíble. Casi siempre cuando uno compara una figura contemporánea con Adolfo Hitler, resulta demasiado fuerte. Hitler era un tipo parecido a Trump. Era un fanfarrón, un sectario, un populista, que entró a un país que produjo a personas como (Richard) Wagner. Hitler, en 1933, gana fuerza entre votantes populistas y entra por la puerta grande. Algo parecido ocurre con Trump. Es inconcebible lo que estamos viendo. Y, sin embargo, está sucediendo. Es otro indicio de que debemos cuidar el Estado de derecho en nuestras civilizaciones y de que tenemos que pelear para que se consoliden.
— ¿Cree que gane?
Ojalá que no. Pero un amigo me dice que una encuesta del New York Times, que no es trumpista ni mucho menos, dice que Trump está a dos puntos de [Hillary] Clinton. Me cuesta concebir eso. Me da escalofríos. No sé qué voy a hacer. Hay muchos conciudadanos míos que van a tener que tomar decisiones existenciales muy serias si Trump llega al poder. Yo sé que hay muchos oficiales del gobierno, de la burocracia, que renunciarían para no servir jamás a alguien como Trump. De pronto, no podrían representar a Estados Unidos teniendo a Trump en el poder sabiendo lo que podría provocar.
"Yo no me veo jubilado. No sé cómo sería eso".
—¿Por qué le gusta enseñar periodismo en América Latina?
Yo comencé en el periodismo en América Latina. Siento un gran vínculo con el lugar, con los periodistas, con los colegas. En mi rol como reportero, trato de introducir temas latinoamericanos en The New Yorker. Y, a su vez, mi función como maestro de la Fundación Nuevo Periodismo me ha mantenido cerca del lugar en los últimos 20 años. Estoy convencido que Latinoamérica está en una especie de edad de oro en lo que es el boom de la crónica y reportaje. Me siento identificado con los periodistas latinoamericanos.
— Si tuviera que elegir, ¿cuál ha sido uno de los mejores momentos que le ha dejado el periodismo?
Aunque suene muy inmediato, y a lo mejor también hay otros momentos, pero la última crónica que escribí en la Amazonía Peruana es una de las que más me ha dado orgullo hacer. Sobresale sobre muchas otras de las que he hecho. Me siento muy confortado. La crónica tuvo una reacción muy positiva en muchos periodistas y lectores en el mundo. Mucho más que otros temas. El compañerismo también es algo que me ha dado el periodismo en diferentes partes del mundo. Desde El Salvador hasta Irak, tengo amigos con los que he forjado una amistad que han durado décadas.
— ¿Tiene algún lugar pendiente por conocer?
Sí, claro. Me encantaría ir a Antartida. Es mi gran anhelo ir allá. No como turista, sino como periodista. Es el único continente que no conozco. Y es, además, el único donde solo hay colonias. Si tuviéramos colonias en la Luna, será algo como lo que hay allá. El hombre solo en la intemperie. Siempre me ha llamado la atención los lugares fronterizos. Donde el hombre tiene que cuajarse solo y crearse nuevas sociedades. Entonces Antartida me parece un lugar ineludible. Intenté el año pasado ir pero por mal tiempo el avión tuvo que aterrizar antes y me quedé con las ganas. Fue muy frustrante.
— ¿Hasta cuándo cree que seguirá haciendo periodismo de campo?
Hasta que me dure (risas). Yo no me veo jubilado. No sé cómo sería eso. Sería la muerte en vida. El aburrimiento absoluto. Aún siento esa emoción de salir a reportear. Uno sigue siendo el chico de siempre. Me interesan mucho los lugares que tienen componentes de aventura. Así que mientras haya lugares de emoción o de aventuras, yo seguiré andando.