El 7 de octubre del 2001, el entonces presidente de Estados Unidos George W. Bush inició la campaña militar más larga de su país: la guerra contra los talibanes en Afganistán, acusados de ser aliados de Osama bin Laden y del grupo terrorista Al Qaeda. En febrero del 2020, Donald Trump prometió que pondría fin a la campaña el 1 de mayo del 2021; sin embargo, la administración del actual mandatario, Joe Biden, acaba de anunciar que esto se completará recién el 11 de setiembre, justo cuando se cumplan 20 años de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono.
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Oficialmente, en la actualidad hay 2.500 soldados estadounidense desplegados en territorio afgano. Sin embargo, su presencia militar no se limita a ellos, ya que también hay más de 18 mil trabajadores de los denominados “ejércitos privados” –empresas de seguridad que firmaron millonarios contratos con el gobierno para desplegar agentes en diversas zonas de conflicto–, según un informe presentado en enero de este año por el Departamento de Defensa.
La polémica en torno al papel que cumplen estas empresas en las zonas de conflicto ha estado siempre presente, llegándose incluso a calificar su trabajo como mercenarismo moderno por un equipo de trabajo de las Naciones Unidas, que instó a una mayor supervisión sobre sus operaciones tras recibir reportes de abusos y asesinatos de civiles en lugares de Afganistán e Irak.
Además de estadounidenses, las empresas decidieron comenzar masivas campañas de reclutamiento en diversas naciones, enfocándose especialmente en Latinoamérica. Fue así como durante la primera década del siglo XXI, las empresas 3D Global Solutions, Blackwater, Triple Canopy y MVM Inc., entre otras, lanzaron ofertas de trabajo en El Salvador, Ecuador, Colombia, Chile y Perú para que ciudadanos de esos países se enrolasen como agentes de seguridad para Irak y Afganistán, en esos momentos dos de las zonas más convulsas del mundo.
En una revisión de publicaciones de esos años, El Comercio identificó que dichos contratistas estadounidenses eran representados en nuestro país por las compañías Gesegur SAC, Wackenhut del Perú, International Global Security, Gun Supply y TLC. Al revisar el estatus actual de dichas empresas en registros públicos, ninguna de ellas se encuentra actualmente operativa, al menos no con esas razones sociales.
Una fuente de Cancillería, además, informó que en Torre Tagle “no tienen información sobre peruanos trabajando como (agentes de) seguridad en Afganistán” en la actualidad.
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EN ZONA DE GUERRA
“Viernes 13 de setiembre (del 2013), 5:30 a.m. Unos días antes, Afganistán había ganado la Copa Asia y nuestros jefes nos avisaron de que había información sobre un posible atentado. Yo estaba en mi torre, faltaban 20 minutos para mi relevo, volteé y vi una luz alta. Luego solo vi un resplandor, era un camión-bomba que explotó en la puerta principal. Yo estaba a unos 50 o 70 metros, felizmente que la torre estaba blindada. Pero las siete u ocho personas que estaban abajo desaparecieron con la explosión”. Así recuerda Vladimir Flores el atentado contra el consulado de EE.UU. en Herat, donde trabajó durante tres meses.
Flores había trabajado como personal de serenazgo y luego como agente de una empresa de seguridad en Lima antes de enlistarse como agente de Triple Canopy en Irak. Tras cuatro años, recibió otra oferta, esta vez de Academi, la refundación de Blackwater luego del escándalo que protagonizó dicha compañía en el 2007 al verse envuelta en el asesinato de 17 civiles iraquíes.
Academi reclutaba agentes en el Perú a través de la empresa International Global Security (IGS). En el caso de Flores, la compañía facilitó el proceso para que obtuviera un visado de Estados Unidos, adonde viajó para recibir una capacitación de 20 días. “Tenías que aprobarlo para poder ir a Afganistán. Yo lo realicé en Norfolk, Carolina del Norte, en el centro de entrenamiento Academi. Aprobé el curso de armas: pistolas, ametralladoras, fusiles; y de condición física”, recuerda durante una llamada con El Comercio.
“Mi contrato contemplaba cuidar instalaciones norteamericanas. Estuve destacado para cuidar el consulado de Estados Unidos en Herat. Afganistán aparenta ser más tranquilo, pero la situación es muy diferente. Hay mucha pobreza y bastante terrorismo. La gente no tiene un plato de comida pero sí una pistola en su casa. Yo estaba destacado en un campamento llamado Kodiak, a unos 10 o 15 minutos del consulado. Me encargaba de resguardar el perímetro (en la sede diplomática), mayormente era trabajo en torres. Cada dos horas se rotaba entre ellas”, detalla Flores.
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Sobre el atentado en el que se vio directamente involucrado, el exagente de seguridad celebra haber sobrevivido tras un enfrentamiento que se prolongó por dos horas, aunque fue inevitable que dicho evento dejara secuelas tanto en su cuerpo como en su mente.
“No te imaginas. Yo he tenido terapia psicológica por casi cinco años. No podía dormir, tenía pesadillas, veía a mucha gente muerta, mis amigos gritaban. Tuve heridas de esquirlas en la pierna, mis meniscos se rompieron, tuve una fisura en el hombro por la caída. Uno a veces se va pensando que no va a pasar nada, pero los talibanes eran muy avezados. Todos llevaban chalecos explosivos. Es una violencia que no tiene comparación. El estrés postraumático que me diagnosticaron luego de eso me llevó a que decidiera dejar mi trabajo como agente de seguridad”, narra.
La atención médica que recibió en el lugar, explica, fue cubierta por la empresa que lo contrató. Entre los términos acordados, además, se incluían detalladas pólizas de indemnización en caso de que el trabajador perdiera alguna parte del cuerpo o fuese asesinado en la zona de trabajo.
Durante su estadía en Irak, previa a Herat, Flores conoció a Victor Huamaní, quien sirvió en la FAP entre 1998 y el 2000, para luego pasar a trabajar en la Municipalidad de San Isidro y en diciembre del 2005 responder a una convocatoria realizada por la compañía Wackenhut, representante de la estadounidense MVM Inc. en el Perú, para viajar a Kabul, donde pasó año y medio.
Junto a Huamani viajaron dos grupos de 200 peruanos cada uno, recuerda. “Había gente de Villa María, de Villa El Salvador, muchos provenían de otras regiones. Cuando llegamos estuvimos en el Camp Sullivan. Nuestra rutina comenzaba con un entrenamiento de tiro de 10 días, además de entrenamiento teórico en aulas, principalmente para enseñarnos inglés. La amenaza siempre estaba, felizmente nunca me pasó algo cercano. Claro que siempre era un blanco la embajada, pero nosotros éramos la última fila de las tres que había. Un día escuché explotar dos o tres carros-bomba pero lejos”, detalla.
“Los puestos eran similares a los de acá: torres, entradas, verificación de identidad al ingreso”, explica Huamani, quien confirma que en su contrato también estaba estipulado un seguro en caso de sufrir un daño o perder alguna extremidad, además de la muerte en zona de trabajo. “En ese momento uno evitaba pensar en eso, pero sí había una hoja en el contrato que lo especificaba”.
En el 2005, año en el que Huamani viajó a Afganistán, el sueldo mínimo en el Perú era de 460 soles (US$141 de la época). “Yo ganaba 1.200 soles, pero para ir me ofrecieron un sueldo de mil dólares mensuales, además de algunos bonos. Con lo que yo gané en Medio Oriente pude comprarme mi casa, en la que ahora vivo”, explica.
Mientras que en el 2013, cuando Flores llegó a Herat, el sueldo mínimo era de 750 soles (US$275). En su caso, sin embargo, asegura que percibía un salario de 650 soles antes de viajar, el mismo que fue reemplazado por una remuneración de US$1.400 o 3.500 soles al cambio de la época.
El Comercio les consultó a ambos compatriotas su opinión respecto a la polémica sobre si el trabajo que realizan los agentes de estas compañías de seguridad privada se debería considerar como el de mercenarios modernos.
“Bueno, un mercenario trabaja por dinero. En mi caso fueron varias circunstancias que me llevaron a tomar esa decisión, no era por dinero sino por amor a un país. Después del Perú, quiero a Estados Unidos porque me habría gustado gozar de las comodidades que tienen. Además, siempre me ha gustado trabajar en seguridad. No me siento un mercenario, en todo caso me siento como un soldado estadounidense más. La gente toma decisiones, estudian algo porque les gusta, yo decidí esto porque me gustaba”, señala Flores.
“En mi caso fue por el salario que ganábamos y por experimentar la realidad de otro país. La polémica existe, pero lo tomamos deportivamente. Los estadounidenses le dicen mercenarios de guerra a exmilitares contratados por una compañía privada. Los peruanos lo tomamos deportivamente, cumplíamos un trabajo. Claro, era en beneficio de ellos, pero lo mirábamos por el lado del dinero”, responde por su parte Huamani.
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“FUI A IRAK BUSCANDO LA MUERTE Y TRAJE VIDA”
Dos años después de iniciar su campaña en Afganistán, para ser precisos el 20 de marzo del 2003, Estados Unidos inició la invasión de Irak, dando origen a un nuevo conflicto bélico que se prolongó hasta diciembre del 2011.
Por ello, durante la primera década del milenio, además de Afganistán, los contratistas estadounidenses también ofrecían sus servicios en suelo iraquí. Los peruanos que fueron reclutados trabajaron, principalmente, como parte de la seguridad de la embajada de Estados Unidos en la capital Bagdad.
Uno de ellos fue Dorian Arboleda, exagente de seguridad del Banco Central de Reserva al que en el 2008 un compañero que llevaba 5 años trabajando en Irak le comentó que las empresas ya no solicitaban experiencia militar, por lo que podría enlistarse si deseaba.
“Yo fui contratado por la empresa Triple Canopy que me contactó a través de la subsidiaria TLC, pasé por una evaluación de 6 meses que incluyó entrenamiento y tiempo de espera. Finalmente viajé a Bagdad, donde estuve entre el 2008 y el 2010. Nosotros estábamos en la Zona Verde, es como un distrito donde está la embajada de Estados Unidos y otras más. Hasta donde supe, unos 1.500 peruanos iban al año para cubrir las operaciones en esa sede. Algunos estaban en el límite de la Zona Roja, a mí me tocó trabajar en los controles de acceso. Básicamente la gente iba a dar apoyo interno, los estadounidenses estaban afuera y nosotros adentro”, explica Arboleda a El Comercio.
Uno de los momentos que más recuerda, nos cuenta, sucedió a los pocos días de haber llegado. Arboleda y su unidad fueron destinados a un campamento llamado Jack Zone, donde vivían dentro de enormes contenedores ambientados como estructuras pero que no contaban con techo. “A veces recibía morteros que disparaban contra la sede diplomática. Durante los primeros tres meses sucedió esto, mucha gente quería regresarse, pero nos trasladaron a otro campamento llamado Union. Imagina que querían regresarse unos 150 de los 250 que nos habían llevado, más o menos”, narra.
Sobre las motivaciones detrás del viaje, Arboleda explica que respondían a un momento de inestabilidad financiera. Su contrato ofrecía un sueldo de 1.000 dólares mensuales y una bonificación de otros mil dólares si completaban un año de servicio. Además, si regresaban a la zona para un segundo año de trabajo, como fue su caso, el pago aumentaba.
“Mi situación fue particular, estábamos mal económicamente y pensé que así muriera le iba a quedar a mi familia un buen seguro. Básicamente, si fallecías tenías un seguro de 60 mil dólares que iba a tus parientes cercanos. Ahora, cuando lo traigo a la memoria, creo que fue un poco tonto. Pero más adelante resultó siendo un cambio impresionante porque pude encontrar mi camino hacia el Señor, tuve un cambio de vida. Yo fui a Irak buscando la muerte y traje vida”, explica.
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GRAN INFLUENCIA POLÍTICA
“Los contratistas podrían reemplazar a los 2.500 soldados que entrenan a las tropas afganas”
Para entender mejor el papel que cumplen estos “ejércitos privados” en zona de guerra, El Comercio pidió la opinión de Abdulkad Sinno, profesor asociado de ciencia política y estudios de Medio Oriente en la Universidad de Indiana (EE.UU.), además de autor del libro Organizaciones en guerra en Afganistán y más allá (2008, Cornell University Press), sobre el tema.
“La retirada de Estados Unidos afectará a los contratistas de diferentes formas. Por un lado, puede que haya menos necesidad de contratistas que brinden apoyo directo a las operaciones de las tropas -como logística o servicios en las bases-, pero por otro los contratistas de la CIA (afganos y estadounidenses) probablemente seguirán siendo solicitados. Es de esperarse que todavía haya tropas estadounidenses trabajando para la CIA incluso después de la retirada oficial.
Además se pueden llevar a otros contratistas para reemplazar a los 2.500 soldados estadounidenses que se encuentran actualmente en Afganistán entrenando a las tropas de ese país. Los contratistas ya han estado capacitando a la policía afgana y otras unidades. Y también se pueden llevar a más contratistas para proteger a la embajada de Estados Unidos.
Los contratistas privados han cometido muchos abusos contra afganos, iraquíes y otros. Además, a menudo socavan la misión de los países, en particular de Estados Unidos, que pagan por sus servicios. Cuando contratistas indisciplinados matan a civiles, se culpa a Estados Unidos. Los contratistas también suelen pagar a los opositores de Estados Unidos, como los talibanes, para evitar que sus convoyes sean atacados. El Pentágono estima que el 15% de los pagos a los contratistas de logística en Afganistán terminaron en manos de los talibanes.
Los contratistas sirven a gusto de sus accionistas, no de los países que pagan por sus servicios o de los países donde operan. Los contratistas son muy poderosos en Washington, particularmente entre los republicanos, y obtienen contratos masivos debido a sus donaciones y contactos políticos. En ese sentido, la Administración Biden podría ser más capaz que la de Trump en reducir la dependencia de los contratistas”.
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