Francisco Carrión
La joven siria Samar Saleh fue secuestrada en agosto del 2013 por militantes del Estado Islámico (EI) en la ciudad siria de Alepo. Desde entonces su familia desconoce su paradero. “No sabemos nada. Solo rumores. Lo único cierto es que fue raptada por el Estado Islámico. Paseaba con su novio y mi madre por Alepo. Unos jóvenes encapuchados y armados se bajaron de un carro y se los llevaron”, cuenta a El Comercio su hermana Maisa. Samar resultaba demasiado peligrosa para los yihadistas que controlan buena parte de Siria e Iraq: era periodista, no lucía ‘hiyab’ (pañuelo islámico) y contaba las semanas para concluir su tesis doctoral.
Samar desafiaba todas las cadenas impuestas por los combatientes que tratan de detener los bombardeos estadounidenses en coordinación con las tropas de la región autónoma del Kurdistán, en el norte de Iraq.
A principios de junio, la ofensiva yihadista logró hacerse con el control de Mosul, la segunda ciudad de la vecina Iraq. El ejército iraquí se derrumbó y, en las semanas siguientes, el terror del EI se extendió por el país. Su voracidad para sumar triunfos y disolver la frontera de Siria e Iraq resulta tan ilimitada como su ferocidad para sojuzgar a las mujeres.
“En las tierras del EI casi todo está prohibido. Nada, ni la vida pública ni la privada de las mujeres, escapa a sus leyes”, confirma Maisa desde su exilio en Turquía. Surgido del caos que habita Siria, el EI ha condenado a las sirias –y ahora a las iraquíes que viven en el territorio que controlan– a una esclavitud de estrictos códigos de vestimenta y restricciones de movimiento.
“Las mujeres que han escapado de las zonas bajo su dominio relatan que no podían estar en público sin la presencia de un tutor varón [‘mehrem’], que tiene que ser miembro de la familia inmediata. En algunos lugares, además, las mujeres y niñas fueron obligadas a llevar ‘hiyab’ o ‘niqab’ [prenda que cubre el rostro, excepto los ojos]”, explica a este Diario Hillary Margolis, investigadora especializada en derechos de las sirias de Human Rights Watch. Las imágenes publicadas en Twitter por los extremistas muestran cómo en Raqqa, la ciudad siria convertida desde el año pasado en capital del EI, han aparecido carteles que publicitan las bondades de la ropa recatada y han florecido las tiendas donde adquirir los vestidos de riguroso negro. Desde julio, además, se han llevado a cabo varias lapidaciones públicas de mujeres acusadas de adulterio.
“Los reclamos publicitarios fueron solo el principio. Ahora, cuando publican alguna foto, todas llevan ‘niqab’. Es obligatorio usarlo a partir de los 10 años y si no, no se puede ir a la escuela, donde existe la segregación por sexos en todos los niveles”, recalca Ayman Jawad, experto en yihadismo. Para velar por la comunidad y hacer cumplir las reglas, batallones de mujeres patrullan las urbes del califato. “Son un escuadrón de mujeres entrenadas para implementar la sharia [ley islámica]. Su único papel en el organigrama del grupo es aplicar las normas dictadas desde arriba. Carecen de cualquier rol político”, añade.
A finales de julio, las Naciones Unidas alertaron que el EI había ordenado que todas las niñas y mujeres de entre 11 y 46 años de Mosul fueran sometidas a la mutilación genital para “alejarlas del libertinaje y la inmoralidad”. Durante los primeros días de ocupación de Mosul, cuatro vecinas se suicidaron luego de “haber sido violadas por miembros del EI o forzadas a casarse con combatientes del grupo”.
Desobedecer los códigos y edictos es cruzar una línea roja con consecuencias inmediatas para los parientes de la rebelde. “Si no aceptan las limitaciones, los varones de la familia son amenazados o acosados. Se les dice que son ellos quienes deben obligar a las mujeres a acatar la ley”, subraya Margolis.
Hay, sin embargo, mujeres que se han internado por voluntad propia en tierra del EI y han prometido lealtad a la interpretación más brutal de las enseñanzas coránicas. Como Um Hariza, una canadiense musulmana que a fines del año pasado emprendió un viaje hacia Siria. Llegó al territorio islamista a través de la frontera turca y unas semanas después contrajo matrimonio con Abu Ibrahim al Suedi, un palestino de 26 años crecido en Suecia y enrolado como muyahidin (guerrero santo) en las filas del EI.
Su luna de miel resultó fugaz: su marido murió en mayo en combate. Desde su sepelio, reside en una casa junto a otras viudas en Manbij, un pueblo del norte de Siria. Recibe una pensión mensual. En los ratos que le dejan las plegarias, escribe sobre su rutina diaria o sube fotos al Twitter de los paseos que suele dar con sus “hermanas”, las cónyuges extranjeras de otros caídos en la yihad. “No es exactamente el mismo modelo establecido por los talibanes, pero sí cosecha el mismo resultado: las mujeres son ciudadanas de segunda”, concluye Jawad.