Siempre que uno va a Venezuela le pregunta a la gente allá si necesita algo.
Entonces cuando hace menos de un mes le pregunté a Rada, mi conductor y padre adoptivo venezolano, qué quería, me dijo que un chocolate.
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Le traje su favorito: un Hershey's de cookies 'n' creme, producto que conoció en sus viajes a la isla Margarita, por allá en los años 90, cuando ganaba lo suficiente como mensajero para ir de vacaciones a uno de los paraísos venezolanos.
Ya en Caracas, sin embargo, me di cuenta de que mi pregunta pudo ser anacrónica: la famosa barra de chocolate estadounidense se consigue fácilmente.
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Pero para Rada, que recibe una pensión de US$5 al mes, el chocolate sigue siendo, como dice él, "inalcanzable": cuesta entre 1 y 2 dólares, el doble de lo que yo pagué en Bogotá.
Fue ahí cuando entendí que la Venezuela donde viví entre 2013 y 2017, plagada de colas para comprar productos básicos subsidiados, ya no es la misma: la escasez y los controles de precios ya no están y la moneda de uso más frecuente —en el país del antiimperialismo— es el dólar: viejos y magullados billetes de 1, 5 y 10 dólares que han generado un pequeño boom económico.
Y los Hershey's se consiguen, pero la gente como Rada, que son la inmensa mayoría, sigue sin poder acceder a lo básico, mucho menos a lo deseado. La vida del venezolano pasó de ser una odisea para conseguir una bolsa de harina —con la que hacen las imprescindibles arepas— a otra para ganarse unos dólares adicionales.
Los barrios populares como Catia y Petare, en Caracas, se han forrado de vendedores informales. "Buhoneros", les dicen. La gente gana más plata ofreciendo alimentos, repuestos y electrodomésticos usados que trabajando en una empresa formal. El rebusque y los segundos y terceros trabajos —lo que acá llaman "tigritos"— se han disparado como la inflación y proliferado como los dólares.
La mayoría de venezolanos antes no conseguía los productos y ahora, que abundan, no puede pagarlos. Entonces trabajan el doble, y en lo que haya.
“Superar la polarización”
A las tiendas donde se consiguen los Hershey's les llaman "bodegones". Hay cremas para el cuerpo, mantequilla de almendras, encurtidos de alcachofa. Son como centros de culto a los productos suntuosos.
Pero el boom no es solo de bodegones.
En todo el país, por ejemplo, han abierto 30 casinos. Hugo Chávez los había prohibido en el pasado al considerarlos "antros" que "solo benefician a la burguesía".
Y en Chacao, un barrio comercial y bastión opositor, acaban de abrir un establecimiento que sus promotores inauguraron como "la Caracas que soñamos". Se llama Modo. Parece un patio de comidas, pero de lujo. Es como una pequeña evocación de la vieja Venezuela del ostento; una huella de la Cuarta República, de los tiempos antes de Chávez, pero en la era de Instagram.
Modo tiene cuatro pistas de bowling, cinco barras, tres restaurantes, una heladería, una guardería para niños, un horno de leña con tecnología de punta y una tienda de diseño en la que se venden obras de arte por hasta US$3.000.
"Mira, yo soy de oposición radical y, te soy honesto, no sé de dónde vienen los reales para esto", me dijo un comensal al que le hice la pregunta obvia: quién tiene tanto dinero —probablemente millones de dólares— para pagar esta inversión.
El joven siguió: "Esto (Modo) es algo que necesitábamos los caraqueños; fueron tantos años sin vida, sin salidas nocturnas, sin oferta cultural (…) Este es un espacio para unirnos, para sobrepasar la polarización que tanto daño nos hizo".
Hace cinco años no se podía pasar un día sin hablar de política en Caracas. Los afiches proselitistas en la calle daban la idea de una campaña electoral permanente. Las familias con gente de ambos bandos ni se hablaban. La política era cotidiana.
Pero eso terminó. La apatía, tras años de frustraciones y de crisis económica, se apoderó del grueso que quiere un cambio político. Ahora la gente no solo se abstiene de votar, como se vio en las recientes elecciones regionales, sino que hasta prefiere omitir el tema.
Desigualdad
En espacios como Modo, la crisis humanitaria que reportamos hace cinco años parece un recuerdo del pasado. Pero no lo es: según la última Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, de la Universidad Católica, el 95% de los venezolanos son pobres, el 70% está en pobreza extrema y la desigualdad es más aguda que en Colombia y Brasil, los dos países más inequitativos del mundo.
En una nación que llegó a tener una clase media consolidada, hoy la desigualdad está en cada esquina. Me pasó en un restaurante que los meseros hablaban de los 10 o 15 dólares que ganaron en un "trigrito" al tiempo que en la mesa de al lado escuché a empresarios alardear de sus inversiones por US$100.000.
Mientras que en los barrios populares los peluqueros montan asientos informales con espejos agrietados para ganarse US$2 por corte durante el fin de semana, en sectores acomodados han abierto barberías con bar y mesa de billar donde peluquearse vale US$20 "con masaje y bebida de cortesía" incluidos.
La dolarización de facto ha generado crecimiento, algunos empleos, alivió la escasez y rebajó la presión sobre el gobierno. Pero ninguno de los economistas con los que hablé se mostró optimista.
Ha sido un proceso informal, anárquico. Estas millonarias inversiones no le están generando impuestos al Estado, y la propiedad sobre las mismas es incierta. Las notarías no pueden autenticar contratos en dólares. Los bancos no pueden dar créditos.
Ni siquiera es claro de dónde vienen los billetes. Ante la enemistad de Caracas y Washington es imposible que la masa monetaria sea enviada por la Reserva Federal de Estados Unidos. Quizás los billetes vengan de las remesas que envían los casi seis millones de emigrantes a sus familiares; quizás vengan del petróleo que, según informes especializados, la Venezuela sancionada debe vender en efectivo a compradores informales.
La dolarización, explican los expertos, no puede resolver problemas que competen al Estado, como los servicios de agua, electricidad o gas, que siguen siendo deficientes. Y las pensiones y los subsidios, al pagarse en bolívares —la devaluada moneda oficial—, no tienen la capacidad de asistir a los más pobres.
Muchos dicen acá que "Venezuela pasó del socialismo al capitalismo salvaje", pero incluso el capitalismo más duro tiene cierta regulación. Acá, el gobierno que tutelaba toda la economía erradicó los controles, abrió los puertos, disolvió los tributos. Muchas importaciones no pasan por el control aduanero oficial.
Por eso es que, en lugar de capitalismo salvaje, expertos como Benedicte Bull, Antulio Rosales y Manuel Sutherland lo califican en un reciente informe como "capitalismo bodegonero", en referencia a las tiendas que simbolizan la renovada economía de la importación en medio de una opacidad profunda.
En apenas tres años, uno de los Estados más grandes de América Latina, el petro-Estado venezolano, pasó de ser omnipresente a casi irrelevante; mantiene subsidios y misiones sociales, pero en bolívares; es un empleador de tres millones de personas que no ganan más de US$10 dólares y paga pensiones que no alcanzan para más de tres chocolates.
Mi amigo Rada quizás ya no necesita que le lleve productos escasos. Lo que necesita es que su pensión le alcance para comprarlos.
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