Desde Caracas
Texto: Ricardo León
Fotos: Rolly Reyna
El edificio se ubica en un transitado jirón peatonal del centro de Caracas. Las escaleras sin luz ni ventilación suben seis pisos y llegan a un espacio cerrado con rejas gruesas. Adentro no suena nada, salvo una radio en volumen bajo. Abre la puerta Toribio Lopezhaya. Cruzamos un taller de costura vacío y un espacio para ventas ídem: en el primero hay máquinas de coser apagadas y paquetes de telas sobre amplias mesas; en el segundo, prendas de vestir. Ambos están vacíos: Toribio casi no tiene trabajadores y casi no tiene clientes. El ascensor está malogrado hace meses y el repuesto que se requiere ya nadie en Venezuela lo fabrica. De todos modos, hoy no subirá ningún comprador en todo el día.
“Yo había venido por la puerta grande”, recuerda Toribio, peruano nacido en Shipasbamba, un apacible distrito de Amazonas. El pretérito imperfecto alude a tiempos de bonanza y cambios radicales en el país que dejó. En enero del 2000, el Perú se enfrascaba en una campaña electoral desgastante; en Venezuela, había sido aprobada la nueva Constitución y Hugo Chávez gozaba además del altísimo precio del petróleo.
Toribio dejó su casa en Lima y se mudó. En Venezuela siguió dedicado al rubro textil. Tuvo una hija, tuvo negocios, un departamento, un buen auto. Luego llegó la crisis. Primero vendió –remató, es la palabra– su casa. Después despidió a casi todos sus trabajadores. Luego llegó ‘la toma’, como llaman en Venezuela a los allanamientos promovidos por alcaldes afines al régimen de Nicolás Maduro, y que consiste en expropiar edificios para entregarlos a beneficiarios de los programas del gobierno. Toribio perdió un departamento que utilizaba como local comercial. Le dieron 24 horas para sacar sus pertenencias por las escaleras, porque allí tampoco funcionaba el ascensor.
Como no hay clientes, Toribio se reúne esta mañana de sábado con Óscar Garay, otro peruano con pretéritos imperfectos acumulados en Venezuela. Vive en un barrio del municipio de Baruta, en el sur de Caracas. La cita es en el taller de metalmecánica donde Óscar tiene máquinas que cada vez utiliza menos. “Aquí había plata”, dice cuando empieza a enumerar los motivos que lo alejaron del Perú en los años 80. Hijo de padres apurimeños y ayacuchanos, dejó su casa en Comas en tiempo de apagones y viajó al llano. Su vida ha dado un incómodo giro, y son los apagones de las ciudades venezolanas los que han derribado lo que quedaba de las industrias.
Toribio y Óscar quieren comprar unas cervezas para celebrar el encuentro. En una bodega del barrio, ocurre la siguiente escena: se intenta pagar en efectivo, pero nadie carga bolívares porque se necesitarían maletines enteros con billetes, a tal punto llega la inflación. Además no hay billetes en el sistema bancario, o sea que solo queda pagar con tarjeta de débito. El problema es que hubo apagones y el cobro electrónico funciona solo a veces. La crisis afecta hasta los actos más cotidianos. No hay nada que celebrar, en realidad.
—Futuros imperfectos—
Según cálculos extraoficiales, al menos 200 mil peruanos migraron a Venezuela en distintas oleadas, pero la mayoría viajó en la década de 1980 e inicios de los 90. No todos se registraron formalmente, entonces un cálculo exacto es imposible. Según fuentes del consulado del Perú en Caracas, actualmente viven en ese país unos 70 mil. Toribio y Óscar, ambos integrantes de la Asociación de Micro y Pequeños Empresarios Peruanos en Venezuela (Ampev), componen el grupo de peruanos que espera un apoyo económico y normativo para regresar al país [ver nota vinculada], mientras viven de sus estrechos ahorros.
Hay otro bloque de peruanos cuya situación en Venezuela es ya insostenible. Son aquellos que trabajaron siempre en el sector informal (empleadas del hogar, vendedores ambulantes) y que ahora están sumidos en la crisis absoluta. En estos casos se aplica la repatriación. Cada mañana, en las oficinas del consulado, se ven colas de peruanos o hijos de peruanos que esperan una opción.
“Acá cumplo funciones de psiquiatra, padrino, sacerdote, policía, jurista…”, dice resignado un alto funcionario de esta oficina. Hoy cumplirá una misión aun más difícil: ser agente de viajes de emergencia.
Hacia el 2012 y el 2013, el consulado realizaba gestiones –trámites, pasajes, contactos en el Perú– para familias peruanas en situación de pobreza extrema en Venezuela, y repatriaba a 5 o 10 al año. Eran casos realmente críticos. La estadística se disparó en el 2017, año en que fueron enviadas al Perú unas 80 personas. Al año siguiente, fueron 90. Este año, hasta mediados de mayo, ya eran 30 y había otras 8 en los trámites finales.
El funcionario consular explica que, si los documentos están en regla, en dos semanas se puede lograr que el ciudadano peruano retorne al Perú. Pero esos casos son excepcionales, porque la mayoría no se registró en Venezuela, ni tampoco a sus hijos. En un país hundido en la crisis, donde la burocracia es una institución en sí misma, conseguir partidas de nacimiento es una aventura.
Entre quienes viajaron estuvieron Marianella Chuquillanqui y sus hijos de 7 y 8 años. Marianella dejó su casa en San Martín de Porres en el 2007, y migró a Venezuela siguiendo a sus hermanos, a quienes les había ido bien. Vivieron en Carabobo (Valencia), zona industrial donde hasta ahora permanece una nutrida comunidad de peruanos. Trabajó como profesora de educación inicial, después como mesera. Fue madre.
Cuando la crisis comenzó a ahogarla, se estableció en Caracas, y hasta ahora subsiste revendiendo los víveres que sus hermanos o algunos vecinos le regalan. Vive con menos de lo mínimo. Sus hijos no van a la escuela porque la anemia los tiene sumamente débiles. Días antes de subir a un avión y alejarse de lo que comenzó como sueño y acabó en pesadilla, Marianella cuenta que no ve el momento de llegar a Lima, reunirse con su hermana y alimentar bien a sus hijos. Por ahora, esa es la prioridad. “Después, ¿cómo será”, dice. Para ella la vida se escribe en futuro imperfecto.
Difícil camino para volver a casa
Empresarios peruanos piden apoyo estatal para regresar al Perú
La Asociación de Micro y Pequeños Empresarios Peruanos en Venezuela (Ampev) reúne por el momento a 60 peruanos y fue creada con un objetivo único: entablar acuerdos con el Estado Peruano para que facilite el regreso al Perú de sus equipos y maquinarias y les provea de bolsas de trabajo que les permita reinsertarse en el mercado laboral.
El presidente de esta entidad es Luis Huaytalla. Dedicado a la orfebrería desde siempre, viajó a Venezuela en 1990, dejando a un Perú hundido en sus problemas. Llegó a tener hasta 15 empleados y pagaba adelantado el alquiler de un taller sin ningún problema. Ahora tiene uno solo, y trabaja en un espacio de su casa. “De los ocho hermanos, cinco se establecieron allá, ahora quedan tres”, dice mientras muestra en su celular una foto de su hermana mayor, Silvia, muy enferma en la silla de ruedas de un hospital sin medicinas.
En el 2017, comenzaron a reunirse con representantes del consulado del Perú en Venezuela para pedir que se flexibilice la Ley 30001, conocida como Ley de Retorno. Por ejemplo, la norma determina que se pueda eximir del pago de impuestos a ciertas propiedades que ingresen al Perú, como equipaje, menaje de casa y vehículos que se adapten a la normativa actual.
En el caso de los vehículos, la regulación actual no permite el ingreso al Perú de aquellos muy antiguos o con combustibles contaminantes. La Ampev, para este caso, solicitó que se les permita traer vehículos fabricados después del 2005. Comenzaron, entonces los desacuerdos con la cancillería.
La Ampev también solicitó que sus integrantes, quienes viven en un país en total crisis, tengan acceso a créditos flexibles y puedan contar con un parque industrial desde el cual seguir siendo económicamente activos. Los desacuerdos con el Gobierno se agudizaron.
Consultado al respecto, el embajador Enrique Bustamante, titular de la Dirección General de Comunidades Peruanas en el Exterior, una oficina de la cancillería, explicó que las facilidades de la Ley de Retorno están adecuadas a la ley, y que no se puede variar para un grupo específico, a menos que el Congreso así lo decida. “Como ser humano, los entiendo. Pero como funcionario del Estado, cumplo la ley”, respondió. “No se puede sacar leyes con nombre propio”, agregó.