Con el agua hasta el cuello y al borde de la hipotermia, al atribulado Pedro Castillo se le presenta un formidable salvavidas al alcance de sus manotazos: el mundial de fútbol Qatar 2022.
No precisa de mérito alguno para recurrir a ese flotador espontáneo. Solo le basta flotar desvergonzadamente, reprimiendo las ganas de tomar decisiones irremediablemente desafortunadas. Ni siquiera es necesario que pose con la camiseta puesta esgrimiendo esa sonrisa torcida que sugiere que ni cuando está contento lo está de verdad.
Es más, tal como si fuera el Mar Muerto saturado en sal, la naturaleza de las aguas en que se ahoga le facilitan una mayor flotación. Es un líquido impregnado con la densidad natural propia del rechazo al fujimorismo, sustancia hechicera que como se sabe tiene la capacidad de convertir a un panetón Tottus en esperanza nacional. Señora Keiko, por favor dedíquese a su familia.
Hace meses que Castillo goza de esa encogida de hombros permanente con que la ciudadanía contempla las evidencias de su naufragio como quien ve volar una mosca. A esto está a punto de sumársele el anestésico más potente que existe sobre la tierra, redonda como una pelota. Es el que se genera cuando once personas persiguen un balón en nombre de la patria.