¿Cómo es que el populismo, concepto y sistema que a fines del siglo pasado había desaparecido casi del vocabulario político, hoy predomina en tantos países? Los húngaros, británicos, estadounidenses y polacos tendrán su explicación. La mía es una explicación iberoamericana.
Hace veinticinco años, la revista “The New Republic” me invitó al estreno de la película “Evita”, con Madonna en el papel principal y Antonio Banderas como el Che Guevara. El imaginario tango que bailan aquellos dos personajes parecía simbolizar su definitiva neutralización por la cultura del espectáculo. Brillarían como dos estrellas –ella, la “santa de los descamisados”; él, el emblema de la revolución–, pero no en el firmamento de la historia, sino en la parafernalia del mercado: pósteres, camisetas, tatuajes. El peronismo de raíz fascista y la revolución de inspiración comunista habían sido desmentidos por la democracia liberal que, en aquel momento, parecía una conquista definitiva.
Es obvio que ni Evita ni el Che se comparaban con los grandes monstruos ungidos por el pueblo que habían desatado la hecatombe del siglo XX, pero ambos encarnaban mitos poderosos: el pacto místico entre el líder y el pueblo, y la promesa del “hombre nuevo”. Al escribir sobre ellos, puse especial atención en el populismo peronista como una variante del fascismo, una adulteración de la democracia que usa sus reglas, instituciones y libertades para acabar con ellas. Y tomé buena nota de las pulsiones asesinas y dogmáticas del Che Guevara, que habría volado en pedazos al mundo si de él hubiera dependido. Por fortuna, pensé, gracias a la democracia que imperaba en todos los países de América Latina, salvo Cuba, el ciudadano podía elegir a sus líderes y construir pacientemente, no un “hombre nuevo”, un hombre mejor.
Pero la historia nunca cierra sus capítulos. De pronto, como un cadáver que sale del clóset (en este caso de la pantalla), advertí la extraña trasmutación de ambos personajes en un vociferante jefe de paracaidistas llamado Hugo Chávez que, tras intentar sin éxito un golpe de Estado en 1992, se había convertido en el presidente de Venezuela. En los primeros años del siglo XXI, comprendí que la normalidad democrática era una alucinación de fin de milenio. Lo que llamamos la humanidad, esa masa desmemoriada, no aprende, no asimila: reincide, repite.
Comencé entonces a observar la arena política venezolana, donde Chávez replicaba los abusos del peronismo contra la democracia y la libertad: suprimió la división de poderes, sometió a las cortes, reprimió la libertad de expresión, controló el sistema educativo, creó un aparato de propaganda dirigido por un discípulo de Goebbels. El general Perón, aunque no exento de magnetismo, había necesitado una figura carismática dotada de un gigantesco megáfono. Y eso fue lo que aportó Evita. Militar como Perón, actor supremo como Evita, Hugo Chávez reproducía los mismos actos autoritarios y demagógicos en Venezuela. No obstante, “se necesitan dos para bailar tango” y por eso Chávez buscó una pareja ideológica para bailar con Eva, y la encontró en el Che. Eva aportaba el carisma; el Che, el socialismo.
Pero ¿quién escribió la letra? ¿Quién dirigía la orquesta? Fidel Castro, maestro supremo, guiaba los pasos de Chávez. A sugerencia suya Chávez creó las famosas “misiones sociales”. Gracias a ellas, dilapidando los inconmensurables ingresos petroleros, destruyendo empresas e instituciones, Chávez pudo establecer un vínculo personal con el pueblo ofreciéndole salud, educación, alimentos, deporte, todo a cambio de adoración y obediencia. Así nació el populismo latinoamericano del siglo XXI.
Y Venezuela bailó por catorce años al ritmo que le impuso Chávez, hasta que la destrucción de la estructura económica acabó con la fiesta.
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