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Enrique Ortiz Tejada

Los ambientes urbanos pueden convertirse en una extensión de los ambientes naturales e involucrar a la ciudadanía en la protección del medio ambiente y en el desarrollo sostenible. En estos tiempos electorales, vale la pena revisar el concepto de biodiverciudades, desarrollado en España y lanzado recientemente en Colombia como una iniciativa nacional.

La biodiverciudad pretende dar a conocer al público la biodiversidad urbana e incentivar el aprecio por la naturaleza. Rediseñando nuestras áreas verdes y nuestros espacios públicos, no solo podemos dar albergue –en situación de libertad– a la fauna urbana que, de por sí, es muy rica, sino también atraerla. Basta recordar cómo durante esta cuarentena hemos advertido que muchos parques urbanos y calles se poblaban de un sinnúmero de animales. ¿Por qué no orientar nuestras ciudades y áreas verdes para que sean escuelas vivas de temas ambientales y, al mismo tiempo, acojan especies de nuestra fauna y flora, tan únicas en el mundo?

En los parques y áreas públicas de Lima, por ejemplo, se han registrado más de 100 especies de aves, algunas de las que solo pueden ser observadas en el Perú. Los parques urbanos de nuestros Andes, por otro lado, están adornados con flores nativas, como la cantuta y las pencas, y con árboles como la queñua, que atrae a muchos picaflores. Asimismo, las áreas verdes de nuestras ciudades amazónicas están pobladas por orquídeas, con sus abejas de colores metálicos. Nuestras orillas marinas también son una explosión de vida, cubiertas de especies multicolores únicas debido a la corriente de Humboldt. En el Perú, uno de los cinco países con la mayor biodiversidad del planeta, tenemos todos los atributos para hacer de nuestras ciudades un modelo. Mediante ‘ecoiniciativas’, los espacios públicos podrían convertirse no solo en grandes atractivos turísticos, sino también en aulas al aire libre para educar e incentivar la participación de la ciudadanía en la protección de la naturaleza.

Podemos adaptar esos ambientes para atraer a otras especies silvestres y para darles a nuestros espacios públicos un rol más allá del recreativo. Imaginémonos por un momento el “Parque de los Picaflores”, abarrotada de las flores que estas aves buscan y con comederos que las atraigan. O el “Sendero del Mar peruano”, en donde se muestran los ambientes costeros en los que habitan las estrellas de mar, los erizos de colores y las docenas de moluscos que surten nuestro cebiche. O el “Parque de la Gastronomía”, que alberga las especies de plantas nativas que enriquecen nuestra cocina. Las posibilidades son infinitas.

A puertas del bicentenario, y en un escenario pospandémico, una iniciativa nacional de biodiverciudades podría no solo ser saludable para nuestras áreas urbanas, sino también para nuestros corazones. Sí se puede.

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