“La impericia de la presidenta para enfrentar las protestas ha acrecentado la crisis”.
La presidenta Dina Boluarte, apenas juró el cargo, cometió graves errores. Aseveró que cumpliría su mandato hasta el 2026. Demoró en designar al Gabinete, generando un vacío de poder que sus camaradas aprovecharon para organizar una violenta protesta. Y nombró a un débil e inexperto presidente del Consejo de Ministros que tuvo que ser apartado a los pocos días tras su penoso manejo de las revueltas.
La izquierda radical, casi inmediatamente, desconoció su constitucional acceso a la presidencia y la acusó de traidora. Ella había dicho públicamente que renunciaría si Pedro Castillo era vacado. Esa promesa, sin embargo, no significaba que justificaría un mensaje golpista. El verdadero traidor a la Constitución es Castillo.
Caído el profesor, los presidentes de Colombia y México encabezaron su defensa. El colombiano usó la mentira: afirmó que Castillo había sido encarcelado sin mandato judicial. Y el mexicano llegó al extremo de no entregar la presidencia pro témpore de la Alianza del Pacífico. A ellos se sumaron el argentino Fernández y el boliviano Arce. Nuestra Cancillería ha sido poco eficaz en rebatirlos. Tanto, que el mexicano y el colombiano continúan en su tarea de falsificar los hechos, guardando un cómplice silencio sobre la corrupta conducta de Castillo, que afortunadamente denunció la fiscal de la Nación, Patricia Benavides.
Lamentablemente, acá, la batalla informativa también la viene perdiendo la presidenta. Es inadmisible que un grupo importante de peruanos crea que quien dio el golpe fue el Congreso. Para la salud democrática del país, es necesario cambiar esa percepción. Pero no vemos que se haga nada.
La impericia de la presidenta para enfrentar las protestas –especialmente la puneña– ha acrecentado la crisis. La enorme cantidad de muertes, sobre las que hasta ahora no hay una sólida explicación gubernamental, provocó una comprensible conmoción nacional e internacional. El país merece que se realice una profunda investigación y que se establezcan responsabilidades. La lavada de manos del primer ministro Alberto Otárola es imperdonable.
Bajo el grito “Dina asesina” la izquierda exige su renuncia y mantiene una campaña golpista, pidiendo el cierre del Congreso y la convocatoria de una asamblea constituyente. A pesar de que señala que millones de peruanos apoyan su afiebrada iniciativa, que busca suprimir el régimen económico de la Constitución, no ha logrado una sola firma de apoyo, como sí lo han hecho quienes se oponen a ello.
La responsabilidad es compartida con el Congreso, que terco rechaza el adelanto de elecciones, demostrando que los partidos no piensan en el interés nacional y que los congresistas –muchos acusados de corrupción– priorizan sus conveniencias.
La presidenta no es fascista ni derechista, y menos liberal, como sus antiguos camaradas afirman ahora. Tampoco preside una dictadura cívico-militar. Es una mujer de izquierda, que perteneció al partido Perú Libre, que lidera el delincuente Vladimir Cerrón. Es bueno recordar que, como ministra, guardó silencio cada vez que se conocían las tropelías presidenciales.
Acaso la catástrofe climática y la dramática situación de miles de peruanos sea una oportunidad para que la presidenta muestre lo mejor de sí, una al país en una operación de rescate nacional y pueda organizar las elecciones generales anticipadas que requerimos.
“La diferencia de Boluarte con su antecesor es enorme, no solo en estilos, sino en el hecho de que busca rendir cuentas de manera permanente”.
Es obvio que Dina Boluarte asumió las riendas del Estado de manera inesperada. Nadie imaginó que Pedro Castillo se convertiría en golpista y que quería llevar al país hacia una dictadura, lo que fue expresión de su desprecio por la democracia, asunto aún difícil de comprender en un maestro que tiene el deber de enseñar valores cívicos a niños y jóvenes. Boluarte asumió la Presidencia de la República en un contexto de gran antagonismo y enorme inestabilidad, puesto que desde el 2016 hemos tenido seis jefes de Estado y eso no parece quererse cambiar.
Así llegó a nuestra historia la primera presidenta mujer, justo en el bicentenario republicano. Llegó sin equipo –tuvo que construirlo sobre la marcha– y con una administración desmantelada y ocupada por precarios personajes que no solo no gestionaron políticas públicas, sino que invadieron la administración estatal generándose puestos públicos para esquilmar los recursos del Estado. Hay mucha evidencia de designaciones de funcionarios de Castillo que no reunían los requisitos para el cargo y que estaban ahí solo para pagar hipotecas de campaña; en otros casos, se infló la planilla pública como en el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, en el que se colonizó el área de prensa con más de 60 empleados, cuando lo que se necesita es solo un equipo eficiente de 20 personas.
El fierro caliente que tuvo que agarrar Boluarte en circunstancias de un país a la deriva no ha sido una tarea sencilla, además, porque tuvo que enfrentar –y lo sigue haciendo– uno de los conflictos sociales más grandes de las últimas décadas, calificado por algunos como un estallido social que aún no hemos comprendido del todo y cuyas consecuencias aún son impredecibles y que puede continuar, como sucedió en Colombia y en Chile. Para males mayores, ahora el Gobierno enfrenta un fenómeno de desastres naturales en medio de la inoperancia de los nuevos alcaldes y gobernadores regionales que recién comienzan a entender qué es esto de la gestión pública.
¿Sabíamos que podría durar 100 días la presidencia de Boluarte? Claro que no y hay que destacar la necesidad de estabilizar el país aun con muchos escenarios en contra. Es evidente también el deseo del Gobierno de rescatar la gestión pública y devolver la confianza en los agentes económicos, además de impulsar la inversión estatal, con programas de reactivación económica como Con Punche Perú. No obstante, muchos han cuestionado el costo social que ha significado este período, por lo que debemos exigir resultados más rápidos para individualizar a los responsables; una tarea que está en manos de los fiscales de derechos humanos.
La diferencia de Boluarte con su antecesor es enorme, no solo en estilos, sino en el hecho de que busca rendir cuentas de forma permanente con comparecencias públicas y quiere proyectar un liderazgo político, una labor que no es sencilla si consideramos que no cuenta con apoyo partidario, sino que debe construir diariamente el sostenimiento de su gestión.