El respeto de la autonomía universitaria es un principio fundamental. Las universidades se organizan de manera autónoma, definen qué carreras y cursos van a dictar y eligen libremente a quienes dictan. Los profesores gozan de libertad de cátedra. Esta autonomía ha existido siempre y ahora la garantiza la Ley Universitaria. Confusiones al respecto son desinformación.
Lamentablemente, por décadas se confundió esta autonomía con una autarquía que eximía a la universidad peruana de rendir cuentas a nadie. Simulaban rendir cuentas a la Asamblea Nacional de Rectores (ANR), un club de rectores inefectivo, que llevó al país al caos actual en el que conviven universidades de excelente calidad con una plétora de instituciones mediocres que reparten grados inservibles (que explica el creciente subempleo de sus egresados, que llega a 40%). Este club representaba los intereses económicos y de poder de grupos específicos. Pero lo que no representaba era el interés de los jóvenes.
Las universidades deben rendir cuentas a la sociedad, por varias razones.
Primero, porque manejan recursos financieros de todos los peruanos. Las públicas reciben dinero público, y las privadas reciben un subsidio implícito a través de un tratamiento tributario muy favorable. Solo esto justifica una supervisión del uso adecuado de estos recursos en beneficio de la educación y la investigación.
Segundo, la universidad no brinda un servicio cualquiera. Tiene la inmensa responsabilidad de formar profesionales y ciudadanos, y debe ser el centro de la innovación, del debate político y social, de la creación de conocimiento y de la generación de respuestas a los retos de desarrollo. Como tal, es uno de los pilares fundamentales sobre los que se forma la sociedad peruana.
Tercero, la educación universitaria es un mercado complejo con múltiples imperfecciones y, al igual que muchos mercados de servicios, requiere de una regulación eficaz que permita que todos reciban los beneficios del mercado, no solo algunos proveedores a costa de los estudiantes.
La reforma universitaria, que ya se inició, acabó con el club de rectores y lo reemplazó por la coexistencia de la autonomía universitaria con la búsqueda de la excelencia. Para esto, las universidades cumplirán con estándares de calidad establecidos y monitoreados por una superintendencia (tal como sucede en otros servicios públicos) que, además, vigila el buen uso de los recursos públicos.
La reforma obliga a transparentar la información a la comunidad universitaria. Los órganos de gobierno son elegidos con el voto universal de docentes y estudiantes, lo cual elimina cualquier injerencia política, por parte del Estado o grupos de poder enquistados.
Y la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (Sunedu) no podrá ser controlada por el poder de turno, pues solo dos de los siete miembros del consejo directivo, su máxima autoridad, son designados por el Ejecutivo. Los restantes han sido designados por concurso público.
Desarrollar este nuevo esquema de regulaciones es tarea compleja, pero debe llevarnos a mayores estándares de calidad en todo el país. Grave retroceso sería regresar a la autorregulación del club de rectores que destrozó a la universidad peruana. (Ya la vivimos por décadas perjudicando a generaciones de estudiantes). Defender la autorregulación es privilegiar el interés de quienes quieren controlar las universidades con fines mercantilistas o políticos en desmedro del interés del país.
Tampoco es razonable apostar por una completa desregulación, confiando en que las fuerzas del libre mercado por sí solas pueden generar los incentivos adecuados a todos los actores. Esa es una fe ingenua y desinformada. Soy un economista ortodoxo, pero que entiende la necesidad de regular mercados altamente imperfectos y en los que se provee un servicio con impactos que alcanzan la esencia misma de la sociedad.
Esta reforma ya está en marcha. Las universidades públicas (excepto una) tienen su estatuto y la mayoría ha elegido o está eligiendo a sus rectores en el marco de la nueva ley –la semana pasada lo hizo la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI)–, y la gran mayoría de privadas ya se adecuó a la ley.
En reuniones con estudiantes de la UNI, Agraria, Católica y San Marcos me han preguntado qué hacer para que la reforma no se trunque. La respuesta es que la reforma debe ser entendida como política de Estado. Pero en el fondo no hay ley que garantice la continuidad. La garantía está en lo que hagan la clase política, los votantes y los propios estudiantes.