El descubrimiento de serios problemas de corrupción y de poca transparencia en varios gobiernos regionales ha puesto en cuestión el proceso de descentralización iniciado en el Perú en el 2002. Ante ello, se han planteado diversas soluciones, como prohibir la reelección de los presidentes regionales o crear regiones más grandes que agrupen a varios de los actuales departamentos o “regiones”.
Ello nos lleva a reflexionar si no fue un error comenzar el proceso de descentralización en el 2002 con la creación de gobiernos regionales sostenidos por las transferencias fiscales desde Lima, en vez de comenzar, como se hizo en 1886 (tras el desastre de la Guerra del Salitre), con la descentralización de las finanzas. Lo que se hizo entonces fue dejar que los gastos de funcionamiento del Estado en los departamentos descansasen en los impuestos recaudados en el propio departamento. La administración de estas finanzas quedó a cargo de una junta departamental, parte de cuyos miembros eran elegidos localmente, y otra parte nombrados por el Gobierno Central. El error de esa descentralización fue que no hubo correspondencia entre los deberes que caían sobre los hombros de las juntas y sus derechos.
Efectivamente, el gobierno político, social y, en buena medida, económico del departamento seguía en manos del prefecto, nombrado por el Gobierno Central (a quien, además, se le concedió la presidencia de la junta departamental) y no por la junta, quien solo debía encargarse de recaudar los impuestos que satisfarían los gastos del presupuesto departamental. A la junta se le dejaba la tarea ingrata de cobrar los tributos, mientras al Gobierno Central se le mantenía la grata labor de gastar el dinero. El experimento de 1886 sufrió un severo recorte diez años después, y languideció hasta 1920, cuando el gobierno de Leguía le puso fin.
Ignorante de la historia, la descentralización del 2002 no corrigió el error de 1886. Lo cometió nuevamente, pero con los roles cambiados. Se descentralizó el gobierno, pero no el esfuerzo fiscal de la recaudación. Los gobiernos regionales comenzaron a funcionar sobre la base del dinero transferido desde el Gobierno Central. Este esquema promueve la irresponsabilidad o ineficiencia del gasto, en el mejor de los casos, y la corrupción y el crimen, en el peor. La experiencia histórica muestra que lo mejor es que la misma unidad que recauda los impuestos de la población sea la que efectúe el gasto fiscal. Ello crea un compromiso fiscal entre la población y el gobierno. La población que tributa exige obras y servicios públicos correspondientes a su esfuerzo fiscal y vela por la eficiencia del gasto público.
La autonomía política y la autonomía fiscal deben ir de la mano. Si el Gobierno Central no está dispuesto a ceder su manejo centralizado de la tributación, tampoco debe ceder soberanía política, y viceversa. Tal es la lección que nos deja la historia del centralismo peruano. Con la admiración que los fundadores del Partido Nacionalista encabezado por el presidente Ollanta Humala han manifestado por la figura de Andrés Cáceres, quizá podrían replantear la descentralización, inspirándose en el programa que su gobierno implantó hace más de un siglo, en horas muy difíciles de nuestra historia.