Lo que se vive en Nicaragua es una autocracia, y no hay dudas o vacilaciones en decirlo clara y abiertamente. La dictadura de Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, se afianzó sin la grandilocuencia de lo que ocurría en Venezuela, que se convirtió en el espejo en el que el resto de América Latina no podía ni debía mirarse.
Ortega –con bastante más recorrido político que Nicolás Maduro y el propio Hugo Chávez– supo dejar a su país al margen de cualquier conjetura mientras todos mirábamos hacia Caracas. Pero las cosas empezaron a cambiar en el 2018.
Las protestas de ese año sacudieron a Ortega y Murillo y, desde entonces, no tienen tapujos en mostrar al mundo el verdadero rostro de su gobierno. Aquellas manifestaciones, que al inicio solo exigían mejores pensiones, pronto se convirtieron en la válvula de escape para miles de nicaragüenses que vivían la represión del régimen. Más de 320 personas murieron en los enfrentamientos con la policía, mientras que cientos de ciudadanos terminaron en las cárceles, acusados de querer perpetrar “un golpe de Estado”.
Si ya antes la oposición venía siendo perseguida y neutralizada, gracias al copamiento de los poderes del Estado, ahora cualquier intento de reclamo terminaba tras las rejas. Personalmente, me tocó entrevistar varias veces a periodistas nicaragüenses, y pocos querían decir su ubicación o preferían quedar anónimos, ante el temor de ser arrestados. Otros más ya habían huido hacia Costa Rica.
Pero fue desde el 2021 que la pareja presidencial enfiló sus baterías hacia cualquier tipo de disidencia. Nadie podía interponerse en su camino para enquistarse en el poder. Ese año se realizaron las elecciones en las que Ortega consiguió su cuarto mandato consecutivo. Meses antes se dedicó a encarcelar a los precandidatos presidenciales, además de decenas de voces incómodas que incluían a directores de medios de comunicación, dirigentes estudiantiles, líderes campesinos, activistas ambientales o religiosos.
Muchos de ellos forman parte del grupo de 222 presos políticos excarcelados la semana pasada por el gobierno, despojados de su nacionalidad por “traición a la patria” y enviados hacia el destierro en Estados Unidos. Si se quiere ver el vaso medio lleno, la dupla Ortega-Murillo les otorgó la libertad tras meses de confinamiento y torturas físicas y psicológicas. Pero lo que han hecho es convertir en apátridas a nicaragüenses que se atrevieron a cuestionarlos, como parte de una negociación que no se ha dado a conocer, pero que busca alivianar las sanciones económicas, como el embargo al que ha sometido la administración Biden a la industria del oro, el principal producto de exportación del país centroamericano y una de sus más importantes fuentes de financiamiento.