En el Perú solemos asociar los desastres con amenazas naturales que golpean a poblaciones (el aluvión de Ranrahirca en 1962, por ejemplo) o con eventos derivados de irresponsables decisiones humanas (las tragedias del Estadio Nacional de 1964 y Mesa Redonda del 2001). Junto a estos, los desastres tecnológicos, aquellos detonados por actividades productivas, por lo general no suelen recibir tanta atención pública como sí lo hacen los sismos, huaicos o los episodios del fenómeno de El Niño.
El derrame petrolero sobre el litoral de Ventanilla por parte de la empresa Repsol, aparte de constituir un letal atentado contra los ecosistemas, las poblaciones locales y parte de sus actividades productivas, se ha convertido en una excepción a la regla, como si este tipo de desastre nos fuera ajeno y novedoso. Por el contrario, los desastres de origen tecnológico tienen larga data en nuestro país. Una revisión de la casuística indica lo común de pasivos mineros que afectan a la salud pública, ecosistemas fluviales devastados por la minería ilegal, bosques primarios talados en pro de monocultivos, incendios forestales que se descontrolan, etc. Recordemos, si no, las innumerables fugas del Oleoducto Norperuano en la Amazonía o los cientos de personas afectadas por metales pesados en Cerro de Pasco y en La Oroya.
Quizá por haberse perpetrado cerca de la capital o por las impresionantes imágenes del crudo sobre animales, playas y acantilados, la opinión pública ha quedado tremendamente conmovida frente a los graves impactos contra este sector del mar de Grau, cuyos atributos ecosistémicos quedarán anulados por meses o tal vez años. Como nunca, autoridades, gremios empresariales y ciudadanos elaboran una narrativa de comprensible condena con base en nociones propias de las ciencias ambientales, adoptando espontáneamente posiciones cercanas al ecologismo.
Pero volviendo al tema, ¿quién pensaría que una erupción volcánica acaecida en Tonga, a 6.600 kilómetros del Perú, tendría un impacto casi tan directo como este derrame de crudo frente a Lima? A lo mejor la pregunta ya no nos deba sorprender, pues aparte de que algunos fenómenos naturales tienen alcance global, estos ponen a prueba tanto la infraestructura física de una sociedad como su capacidad tecnológica para evitar que dichas amenazas gatillen accidentes como el que acaba de consumarse. Si un oleaje anómalo de nivel moderado habría, según la versión de Repsol, podido detonar el desastre en mención, habrá que imaginarse lo que podrían suscitar otras perturbaciones naturales de mayor frecuencia o intensidad. Al respecto, existen experiencias bastante aleccionadoras provenientes de otras latitudes, como el desastre nuclear de Fukushima, Japón, en el 2011, accionado por un terremoto y su respectivo tsunami.
Una característica adicional de los desastres en general es que su ocurrencia pone al desnudo condiciones cuestionables que permanecían encubiertas en tiempos de “normalidad”. El grave incidente que ahora comentamos, precisamente, ha exteriorizado que algunas empresas carecen de planes de contingencia y de los protocolos necesarios para responder a riesgos y emergencias, sin mencionar las inexplicables deficiencias comunicativas.
Y en todo esto no podía faltar el factor político que busca capitalizar el accidente para desacreditar a la inversión privada. No debe sorprendernos que ello ocurra, pues los desastres tienen la propiedad de impulsar cambios sociales y políticos, precipitando tendencias que ya se venían incubando en el seno de una sociedad. Al respecto, existe toda una literatura académica que narra cómo el terremoto de Nicaragua de 1972 deslegitimó al régimen de los Somoza y contribuyó a su posterior caída.
Lo ocurrido en el mar de Ventanilla es un golpe tanto a sus ecosistemas marinos como a la forma en que manejamos nuestras relaciones con las inversiones. Es necesario salvaguardar a los primeros exigiendo responsabilidad a las segundas. Ello es posible.
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