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El 6 de diciembre del 2012, aprovechando un rebote en el área, Paolo Guerrero anotó el único gol con el que su entonces equipo, el Corinthians, se imponía al Chelsea en el Mundial de Clubes. Debe haber sido el gol más importante en la carrera del delantero peruano, sin considerar los de la selección nacional, y fue la última vez que un equipo sudamericano ganó el más preciado torneo intercontinental. Ese gol y otras actuaciones le permitieron a Guerrero ser aclamado por los hinchas del Timao, incluyendo a los más poderosos, como el entonces presidente brasileño Lula da Silva. De hecho, meses después, durante la visita de dicho mandatario a Lima –cuando las constructoras brasileñas eran determinantes en la política exterior del gobierno del PT–, el delantero dejaría una concentración de la Blanquirroja para regalarle, en persona, su camiseta al líder petista, gracias a una gestión de Salomón Lerner.
Cuatro temporadas en el Coringāo debió haber sido tiempo suficiente para que Guerrero hubiera –al menos– escuchado la historia de la Democracia Corinthiana. Se trata de un movimiento social deportivo liderado por Sócrates –un ‘crack’ dentro y fuera de las canchas– cuando Brasil era regido por una dictadura, allá por los ochenta. Esta iniciativa promovió la participación de los propios jugadores en las decisiones importantes del club. Uno de los puntos centrales consistía, precisamente, en el diseño y respeto de los contratos de los jugadores, eliminando cualquier resquicio de arbitrariedad. La trascendencia de este movimiento excedió el plano futbolístico y tuvo un impacto democratizador en la salida de los militares del poder. Una muestra más de cómo el fútbol puede reflejar los procesos por los que atraviesa la sociedad entera.
Es por ello que la telenovela que han protagonizado Paolo Guerrero y los Acuña –dueños del club César Vallejo– da cuenta del cuestionamiento al Estado de derecho en la sociedad peruana. Lo que podía haber sido un acuerdo regular terminó transformándose en un drama chollywoodense por el intento del jugador de desconocer un contrato que acababa de firmar. Quiero centrar mi análisis en la evasiva empleada: las extorsiones que recibió la madre del delantero de parte de bandas criminales que operan con albedrío en Trujillo, La Libertad y casi todo el país. Esto le permitió al futbolista, educado en una institución ‘republicana’ como Los Reyes Rojos, ensayar una narrativa moral justificativa para desacatar su contrato.
Primero, se negaba a pagar la correspondiente indemnización apelando al nivel de inseguridad ciudadana, grave problema público que ha despertado los reflejos autoritarios de un país que reclama un Bukele local. Segundo, se invocó el moralismo normativo, posicionando la protección de la familia como una justificación de superioridad moral. Si se hubiese revertido, hubiésemos estado ante un problema mayor: un acuerdo contractual subordinado a criterios moralistas que suponen la existencia de estándares éticos más elevados que el mismísimo pacto legal. Afortunadamente, esta vez el contrato se impuso, pero no es lo que normalmente sucede.
En el país hemos asumido con triste aceptación el intento de actores públicos y privados de incumplir contratos parapetándose en argumentos revestidos de una supuesta supremacía moral. Que tal o cual parte es corrupta o un vendepatria son excusas frecuentes en las narrativas de supuesta jerarquía moral, cuyo objetivo es destronar el imperio de la ley. Con este fin, hemos visto –incluso– la incorrecta apropiación de una terminología de defensa de derechos humanos (¿algo más ético que su defensa acaso?) para supuestas faltas civiles, con la consecuente trivialización de las causas humanitarias. Políticos de izquierda y de derecha emplean términos como “desaparición”, “genocidio” o “masacre”, muy a la ligera, con la finalidad de construir, artificialmente, una causa moralista con disfraz ético. Si acaso la narrativa fuese insuficiente, se diseñan estrategias de una falaz soberanía popular para presionar a las autoridades judiciales. Por ejemplo, asociaciones de ‘consumidores’ que promueven iniciativas legales ‘desde abajo’, otorgando así, muchas de las veces, una supuesta legitimidad popular a intereses particulares. Han convertido el litigio estratégico en un instrumento populista.
Se persigue, pues, reemplazar criterios de derechos por criterios populistas en las decisiones judiciales, tanto del propio sistema judicial como de organismos supuestamente tutelares. Ya solo falta que, como se prevé en el caso de Bolivia, elijamos a los jueces en las urnas, propuesta recientemente presentada por Waldemar Cerrón. No somos conscientes de que estamos consolidando un marco populista en las tomas de decisiones legales. Así, los fallos tenderán a beneficiar automáticamente a causas enmarcadas como éticamente superiores, en cuanto populares. A la vez, perjudicarán a quienes sean estigmatizados como villanos en tales narrativas (así no lo sean y aunque les asista la razón). Los litigios ya no se someterían a las normas vigentes ni a arbitrajes nacionales e internacionales, sino a los berrinches de autoridades porcinas o peloteros con mamitis, y a la capacidad de hacer bulla mediática en una sociedad informalizada, que se despliega cotidianamente burlando cualquier ley. Imaginemos si esta ola populista sigue ganando terreno: corremos el riesgo de convertir a la Defensoría del Pueblo en el defensor del populista y al máximo garante de la constitución, en un tribunal popular.
No hay democracia sin Estado de derecho, sin respeto a acuerdos entre partes que voluntariamente negocian y pactan, sean jugadores profesionales, clubes de fútbol, empresas privadas o autoridades públicas. Tampoco, sin la participación de la ciudadanía, sin dudas, pero propugnando su beneficio fiel al espíritu de la ley y no sacándole la vuelta. Nos vendría bien un movimiento de respeto a reglas y acuerdos como la Democracia Corinthiana paulista, porque, lamentablemente, hoy estamos en sus antípodas.