Nos encontramos en medio de una pandemia única en la historia reciente. La meseta, preámbulo de un paulatino retorno a la normalidad, aparentemente se está iniciando, pero quedan todavía muchos meses de incertidumbre. Mientras tanto, ¿qué viene ocurriendo con la trata de personas (TDP) y la explotación humana en el Perú?
En el 2019, la cifra mensual promedio de casos reportados por las autoridades fue de 113 víctimas. Durante la cuarentena, la policía reportó apenas cinco. Lo mismo ocurre con los casos de pornografía infantil, que mostraron un importante descenso. En los últimos cuatro meses, estos delitos se han ido tornando invisibles. Estas cifras no representan el número real de casos de TDP y explotación sexual de niñas, niños y adolescentes (ESNNA). Indagando, la respuesta de las autoridades es que no pudieron recibir denuncias presenciales ni realizar operativos. Esto ocurre en todo el país.
Paralelamente, como consecuencia del encierro, el Ministerio de la Mujer recibió miles de llamadas de auxilio, que dan cuenta del crecimiento de la demanda por atención. Los centros de emergencia mujer itinerantes, apoyados por la policía, se acercaron a los domicilios para intervenir en situaciones de violencia. Las unidades de protección especial también se la jugaron en las calles para proteger a la niñez, enfrentándose a los agresores y al COVID-19.
El que hayan disminuido las denuncias no implica que estos delitos hayan desaparecido. La inamovilidad social ha producido un falso negativo en las estadísticas: difícil creer que la minería informal se paralizó por completo y que en regiones como Madre de Dios, Cusco o Puno se detuvo la explotación laboral, sexual o la trata de personas. Las 309 adultas y 606 niñas y adolescentes desaparecidas durante la cuarentena, según la Defensoría del Pueblo, confirmarían que los tratantes y abusadores seguían al acecho.
Todo indica que nos encontramos en el ojo de la tormenta, donde podemos tener la sensación de una gran calma. Pero estar allí no está exento de riesgos: estamos rodeados por grandes nubes y fuertes vientos que pueden producir olas inmensas.
En un contexto donde, de acuerdo a la Cepal, en el 2020 en América Latina habrá 28,7 millones de pobres más y la pobreza extrema alcanzaría a 15,9 millones de personas adicionales, se hace urgente prevenir daños colaterales. En el Perú, solo en Lima, la pandemia generó 2,7 millones de desempleados. Los indicadores de pobreza han subido, al igual que la informalidad.
Ahora que la economía se pone en marcha, que los viajes se han reanudado, que la nueva normalidad se yuxtapone a lo cotidiano, la explotación de los más vulnerables volverá a ser evidente. Las circunstancias actuales darán pie a un repunte de un submundo informal en la minería y en la venta de “entretenimiento”. El COVID-19 ha agudizado las diferencias socioeconómicas y las ha puesto en evidencia. Esto será aprovechado por la delincuencia, reavivando las falsas ofertas de empleo, el traslado impune de menores de edad, el engaño y la explotación.
El Estado está haciendo esfuerzos para atender la salud y reactivar la economía, pero no puede desentenderse de lo que ocurre con quienes deben convivir con sus agresores o siguen en manos de sus captores. La pandemia ha potenciado su fragilidad, ante la disminución de operaciones policiales y las dificultades para intervenir e iniciar acciones concretas de prevención y rescate. La persecución a los agresores y tratantes también podrá mitigar el inexorable incremento de casos.
Debe fortalecerse el sistema de protección de menores. Toca evitar que los depredadores aprovechen este momento para desarrollar estrategias de abuso y explotación como las que vienen denunciando diversos organismos internacionales.
Estamos viviendo una extraña calma. Aparentemente hay pocas víctimas, pero estamos en el ojo de la tormenta.