
Cuenta la historia que hace 500 años un brillante y tenaz monje agustino caminó con paso marcial a la puerta de la iglesia del Castillo de Wittenberg. Allí, con martillazos que resonarían sin parar por los pasillos de la historia, habría clavado 95 tesis desafiando la nefasta venta de indulgencias por parte de la Iglesia. ¿Su nombre? Martín Lutero. ¿Su destino? Sin quererlo, cambiar la historia.
Pero ¿cómo corresponde evaluar este cambio? Un fenómeno tan complejo y decisivo como la Reforma Protestante no puede sino estar signado por la pluralidad y ambigüedad de sus interpretaciones. Sobre algo, no obstante, parece haber unanimidad: la reforma quebró el monopolio religioso de la Iglesia pluralizando el cristianismo y, con él, toda la cultura.
El resto ya es (una muy larga y compleja) historia. La tradición cristiana protestante devendría en una multiplicidad de iglesias, particularmente en Estados Unidos. La hegemonía global de este país desde finales del siglo XIX facilitaría la expansión de múltiples denominaciones protestantes y, en ese contexto, llegarían las primeras iglesias evangélicas a América Latina y al Perú.
No sorprende, entonces, que las iglesias evangélicas hayan pluralizado también el “mercado” religioso peruano. Mediciones serias colocan el porcentaje de cristianos evangélicos en el Perú entre el 11% (2012) y el 17% (2014), como recientemente ha notado la socióloga Catalina Romero. El evangelismo ha diversificado internamente el cristianismo peruano, convirtiéndolo, para todo efecto práctico, en un país dividido entre dos confesiones cristianas. Por un lado, una mayoría clara de católicos (76%) y una sólida minoría evangélica. Por supuesto, existen también otras religiones y sectores secularizados, pero ellos no tienen la influencia masiva de estos dos bloques cristianos.
Con motivo de la justa celebración del Día de las Iglesias Evangélicas, algunas reflexiones parecen pertinentes. Primero, no cabe duda de que estas iglesias han ayudado grandemente a diversificar la religiosidad peruana avivando una espiritualidad algo adormecida, dando servicios pastorales a comunidades desatendidas e introduciendo un rigor ético que ha salvado a muchos de cuadros de violencia y adicción desoladores.
Segundo, a nivel tanto teológico como pastoral, la presencia evangélica ha forzado a la Iglesia Católica a repensarse. Ello ha permitido la revitalización de su acción pastoral y su reposicionamiento en la esfera pública. Esto, por supuesto, no ha sucedido sin ambigüedad. En algunos casos, ha llevado a diálogos fecundos y experiencias de cooperación muy interesantes; en otros, a coqueteos con el integrismo.
Pero surgen también preocupaciones. La marginalidad histórica de las iglesias evangélicas las ha llevado a través de los años a batallar por su legitimación pública. Los mecanismos para esto son variados y no aplican a todas ellas, pero uno que ha empezado a tener prominencia es tratar de usar el poder político para la promoción de una visión muy particular de la sociedad. Esta visión suele estar en tensión con la cultura de igualdad de derechos, siendo particularmente hostil respecto de la comunidad LGTBI y la igualdad de género. De hecho, ciertos sectores evangélicos y católicos suelen hacer causa común cuando de estos temas se trata.
La pluralidad que han traído las iglesias evangélicas nos confronta con la ambigüedad de su rol en la sociedad, sobre todo si la defensa de un Estado que no privilegie posiciones religiosas particulares se ve como un valor democrático fundamental. Pero quizá este sea buen momento para volver a los orígenes de la Reforma Protestante, reinterpretándolos. Quizá toque invocar la tenacidad de la sola fides de Lutero para imaginar un futuro en el que esa pluralidad que emergió con él hace 500 años pueda reflejarse hoy en genuino respeto por toda pluralidad, sea esta de convicción religiosa, posición política u orientación sexual.