La flexibilidad laboral suele ser estigmatizada como una coartada destinada a facilitar el abuso patronal y el incremento de las utilidades. Esta postura reduccionista simplifica el debate: por un lado, avariciosos empleadores sedientos de mayores ganancias; por otro, trabajadores condenados a cruel explotación.
Ahora bien, entre los objetivos inteligentes de desarrollo, los premios Nobel Finn Kydland, profesor de la Universidad de California, y Tom Schelling, de la Universidad de Maryland, y Nancy Stokey, de la Universidad de Chicago, señalan que el objetivo que mejor contribuye a la disminución de la pobreza es la reducción de las barreras al comercio internacional.
El Perú ha asumido este paradigma y ha celebrado numerosos tratados de libre comercio que favorecen el intercambio de bienes y servicios. Sin embargo, para hacer uso efectivo de estas ventajas se requiere que las empresas se encuentren en capacidad de competir en los mercados internacionales o que puedan afrontar exitosamente la competencia de productos importados no sujetos a altos aranceles.
La competitividad se vincula a un conjunto de factores, entre los que se encuentra el régimen laboral y, en particular, la regulación relativa a la desvinculación colectiva de personal, en cuanto esta incide en la capacidad de las empresas para adecuarse a la dinámica de una economía globalizada. Esta necesidad de adaptación constante implicará que en determinadas circunstancias resulte impostergable realizar un cese colectivo en el centro de trabajo. Entre sus razones más frecuentes destacan la necesidad de implementar medidas de austeridad y recorte ante situaciones de crisis o adecuar los requerimientos de personal a una reducción de las actividades del centro de trabajo.
En esta materia se contraponen dos derechos previstos en la Constitución: el derecho al trabajo, que integra el elenco de los derechos sociales y económicos, y el derecho a la libertad de empresa, que forma parte del régimen económico, vale decir, el derecho del trabajador a su empleo y el derecho del empleador a implementar medidas de racionalización de su fuerza laboral por razones impostergables. En la ponderación de ambos derechos no puede obviarse que el trabajador tiene en su empleo la fuente de su subsistencia, pero al mismo tiempo el derecho al trabajo resultará vaciado de contenido si la empresa colapsa y deja de requerir personal. Desde esta perspectiva, el cese colectivo de un grupo de trabajadores pasa a ser el mal menor y de ahí que el ordenamiento legal deba regular esta situación y la administración del trabajo velar por su correcta aplicación.
Desde esta perspectiva, la Ley de Productividad y Competitividad Laboral establece que el cese colectivo procede siempre que se acredite la existencia de motivos económicos, tecnológicos, estructurales o análogos, que la medida abarque por lo menos el 10% del personal de la empresa y que se obtenga la aprobación del Ministerio de Trabajo (Mintra). Sin embargo, con prescindencia de las razones objetivas que puedan haber sido sólidamente sustentadas, la política tradicional del Mintra consiste en no admitir estas solicitudes. Así, ante la inoperancia de estos procedimientos, los empleadores han dejado de recurrir a esta vía, quedando obligados por ende a negociar ceses voluntarios y, en muchos casos, a recibir por respuesta cifras inviables. Así, en diversos supuestos las desvinculaciones han resultado neutralizadas, dando lugar a puestos de trabajo superfluos que agudizan la situación de crisis del centro de trabajo, afectan su competitividad y, ciertamente, vulneran el derecho a la libertad de empresa.
La situación resulta aun más irracional cuando la desvinculación debe afectar a un colectivo menor al 10% del personal, lo que implica que no se pueda cumplir con el requisito cuantitativo. Para este escenario, la Ley de Productividad y Competitividad Laboral admitía la posibilidad del cese sujeto al pago de la indemnización por despido injustificado. Sin embargo, como quiera que el Tribunal Constitucional invalidara este tipo de desvinculación, hoy resulta que en ese contexto el empleador carece de cualquier mecanismo legal que le permita realizar el cese colectivo, quedando así librado a la voluntad de la otra parte.
Resulta, pues, imperativo que el Mintra reevalúe su política y examine con objetividad las solicitudes de cese colectivo, cuya necesidad se encuentre debidamente acreditada y que al mismo tiempo se produzcan las rectificaciones jurisprudenciales que han desarticulado el régimen de estabilidad laboral vigente en nuestro país.