Pienso que el escritor José María Arguedas se hubiera quedado sorprendido con las cifras del censo del 2017 sobre el total de hablantes que declaran tener al quechua como primera lengua en el Perú. Tal vez hubiera exclamado ¡Kachkaniraqmi! (“seguimos siendo”), aquel término “sumamente expresivo y muy común” que, decía el escritor a fines de los años sesenta, “se usa en el quechua chanka cuando un individuo quiere expresar que a pesar de todo aún es, que existe todavía”.
La misma expresión parece poder aplicarse ahora al pueblo quechua y, más en concreto, a los hablantes de este idioma, la lengua indígena más difundida en Sudamérica, que ha pasado en el Perú de tener 3’360.331 hablantes en el 2007 a contar con 3’799.780 hablantes en el 2017, según las recientes informaciones del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI). Este crecimiento no solo se da en números absolutos sino también en términos relativos: en los diez años que han mediado entre censo y censo, los y las quechuahablantes han pasado de representar 13,03% a 13,6% de la población total de 5 años o más en el Perú.
La tendencia contradice algunos discursos del sentido común, vigentes también entre algunos académicos, que han avizorado sistemáticamente un destino adverso para el quechua y para las lenguas indígenas en general, olvidando que los idiomas, en realidad, son abstracciones que están hechas de las prácticas, decisiones y acciones cotidianas de sus hablantes. Algo de ese fatalismo se observaba en un artículo publicado en estas mismas páginas por el economista Richard Webb, quien, en febrero del 2014, se preguntaba: “¿Tiene futuro el quechua?”.
Por supuesto, su respuesta era del todo negativa: “En toda probabilidad –decía él–, el proceso de desaparición [de las lenguas originarias] se está acelerando por efecto de la continua urbanización y del extraordinario avance de las comunicaciones en el territorio peruano y con otros países”. Además de esta asociación mecánica entre el quechua, la ruralidad y la falta de modernidad, el economista postulaba una vinculación estrecha entre el idioma indígena y la pobreza, como ha señalado la lingüista Virginia Zavala. “Entender el proceso [de desaparición del idioma] es ponerse en los zapatos de la típica familia quechuahablante, cuya empobrecida vida se ha visto limitada a una pequeña comunidad humana”, afirmaba el economista.
Los hechos no les están dando la razón a quienes sostienen esta posición. La comparación entre los resultados censales de 1993 y 2007 nos debería haber invitado a repensar nuestros preconceptos, puesto que ya entre dichos censos se observaba un crecimiento de los hablantes de quechua en términos absolutos. Los recientes datos censales no hacen, entonces, sino corroborar esta tendencia.
Habría que mencionar, además, un problema de la cédula censal aplicada el 2017, que –para efectos del tema lingüístico– fue prácticamente la misma que se utilizó en el 2007. La pregunta sobre los idiomas obligó a elegir uno solo como primera lengua, pues se formuló así: “¿Cuál es el idioma o lengua materna con el que aprendió a hablar en su niñez?”. La interrogante no permitía recoger la realidad del bilingüismo y bien pudo haber llevado a muchos bilingües quechua-castellano a optar por este último idioma en un contexto de discriminación histórica que favorece la identificación con la lengua mayoritaria en desmedro de los códigos y las identidades indígenas.
¿Qué puede estar pasando, entonces, para que estemos observando este crecimiento, a pesar de que vivimos en un contexto adverso para todo lo que suene a indígena, con cédulas censales poco sensibles al bilingüismo y con políticas lingüísticas y educativas que recién en los últimos años han empezado a integrarse seriamente con los reclamos y necesidades de los pueblos originarios? Los estudiosos deberán buscar las respuestas en los próximos años y para ello deberán mirar finamente en qué sectores de edad, en qué regiones y en qué contextos (urbanos o rurales) se produce esta tendencia.
No es mucho lo que sabemos por ahora, pero la evidencia sugiere desde ya que discursos como el criticado anteriormente deberían repensarse desde sus bases. Tal vez quienes defienden ese fatalismo no han contado con la fuerza de los propios hablantes y su determinación por seguir viviendo sus lenguas y sus culturas, haciendo de ellas nuevos instrumentos y expresiones de modernidad. “Dicen que somos el atraso”, afirmaba con cierta ironía Arguedas sobre los discursos de ciertos doctores de su época en torno a los pueblos indígenas. Mirando los datos censales, hoy podríamos recuperar esa sana distancia y decir: ¡Kachkaniraqmi!