(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Carlos Zúñiga

“Podrán decir lo que quieran de Chile, pero allá tienen advertencias en las etiquetas para que no los engañen”. Frases similares empezaron a repetir diversos colectivos –incluso mostrando fotos de etiquetas chilenas– durante las dos semanas que siguieron al escándalo del etiquetado engañoso en la mezcla de leche descremada evaporada y grasa vegetal . Este ejemplo se utilizaba para ilustrar la necesidad de publicar el largamente pospuesto reglamento de la .

Aclaremos que esta ley no aborda ni por casualidad la problemática de la veracidad en el etiquetado, pero sí habla de otros aspectos de las etiquetas, como las advertencias. Así que, si se forzaba un poco la conexión entre ambos temas, podía abrirse una ventana para ejercer presión favorable a la publicación del reglamento. Eso fue lo que hicieron. ¡Y vaya que funcionó! Hasta el Ejecutivo se entusiasmó con la idea y publicó un reglamento para etiquetar exactamente como en Chile.

Pero ahora que tenemos por fin un documento que nos pone a la par con el etiquetado de nuestro ejemplar vecino del sur, este repentinamente dejó de ser un modelo a seguir para los mismos que días antes reclamaban precisamente eso. “Estos parámetros son un engaño, nos ponen en una emergencia de salud alimentaria”, denunciaban, ahora que la consigna se había convertido en la opuesta.

La razón detrás de este viraje fue que la ley que da origen al reglamento establece que en él deben usarse otros parámetros –ni siquiera diseñados para etiquetado nutricional, sino para restricciones publicitarias– recomendados por la Organización Panamericana de la Salud (OPS), que esencialmente leen al revés los umbrales del Codex Alimentarius, institución de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) dedicada exclusivamente a la elaboración de estándares alimentarios. Ello pues el documento de la OPS sostiene que todo lo que para el Codex no es “bajo en” debe ser considerado “alto en”, como si no existiera una cantidad a la cual considerar “normal”, cosa que sí reconocen diversos marcos legales inspirados en estas mismas recomendaciones alrededor del mundo.

Aunque la propia OPS ha reconocido que los parámetros del actual reglamento también contribuyen a promover una alimentación saludable, para estos colectivos el documento sigue siendo un “reglamento chatarra”... curiosa elección de palabras de los mismos que se negaron a incluir a las cadenas de comida chatarra en la ley, propuesta que corregiría uno de sus múltiples errores (que van desde la falta de medidas para estandarizar la información en el etiquetado hasta la ausencia en esta de dos de los tres males alimentarios más prevalentes en el país).

Pareciera que el Ejecutivo, entendiendo que de una ley mala nunca podría obtenerse un reglamento bueno, decidió incorporar por cuenta propia algunas mejoras en parámetros, períodos de adecuación y elaboración de guías. Aunque necesitamos que aclaren las razones detrás de algunos de estos ajustes (sobre todo la inclusión de períodos y su duración), la intención detrás de estos cambios es evidentemente buena.

De todos modos, es necesario señalar que la única manera formalmente correcta de incorporar correcciones para mejorar la ley original es a través de su modificación o reemplazo, pues ningún reglamento puede exceder o cambiar la ley que lo origina (así estemos de acuerdo con él). Iniciativas en ese sentido han sido presentadas por los congresistas Heresi, Salaverry y Lescano.

Agradezcamos entonces a todos aquellos quienes presionaron para publicar contra viento y marea el reglamento de la norma, pues en el proceso acabaron por lograr aquello que evitaban a toda costa: echar luz sobre las fallas de la ley. Hoy los consumidores podemos decir, sin ser descalificados por ello, que nos merecemos una mejor ley que la hoy vigente para que, ahora sí, ella y su reglamento puedan lograr lo que al menos su título reza: proteger la salud infantil.