Denunciar es difícil. El denunciante, frecuentemente, se expone a las represalias y a la estigmatización. Más en un país en el que la justicia no funciona, digamos, como reloj suizo. Ni siquiera como una réplica. Acudir a un periodista es para muchas personas el último recurso. Un vidrio que solo romperían en caso de emergencia y bajo la promesa de que su identidad no sea revelada.
Por eso es importante proteger la reserva de las fuentes periodísticas. Para asegurar el flujo de información; para garantizar, en sencillo, la libertad de prensa. Sin ese derecho, los ‘garganta profunda’ nunca habrían existido, y los destapes más importantes de la historia serían más bien monumentos de la infamia humana edificados gracias al silencio cómplice.
El secreto de las fuentes protege a los periodistas, pero nos beneficia a todos. Cubre a las fuentes de información y descubre a los rapaces que cazan en la oscuridad. Protege a la ciudadanía y su derecho a informarse, y expone a los poderosos que se fortalecen en la sombra.
De allí que la noticia de que un fiscal supremo haya pedido a un periodista de investigación que señale todos los números telefónicos que ha tenido entre el 2016 y el 2021, y que adelante que pedirá el levantamiento del secreto de sus comunicaciones es algo que debería alarmarnos a todos. No importa que el periodista apellide Gorriti y se llame Gustavo. Hace seis años, Cueva era el apellido y Rosana el nombre de la periodista que fue citada a una comisión del Congreso para averiguar cómo obtuvo los audios que permitieron abrir la olla de grillos y ‘hermanitos’ que cocinaban la justicia de nuestro país.
Tampoco importa cuán buen periodista nos parezca, si compartimos sus puntos de vista o nos incordian sus opiniones. Seguramente no faltarán algunos políticos y sus respectivos tribuneros de redes sociales que me acusarán de “defensor de caviares” al publicarse esta columna. También estoy seguro de que ninguno de ellos ha leído mis antiguas columnas de opinión o el libro en el que he criticado a Gorriti y su relación con algunos fiscales. Pero precisamente porque no coincidimos es que resulta más importante que defendamos sus derechos. Porque ni yo ni nadie tiene la prerrogativa de silenciar las voces con las que discrepamos, ni mucho menos amedrentar a las fuentes de información que permanecerían escondidas si la protección de su identidad dejara de existir en el Perú. “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Los derechos fundamentales no dependen de ideologías, tribunas ni apellidos.
¿Eso quiere decir que un periodista está inmune de ser investigado? Por supuesto que no, pero no hay en la disposición fiscal ningún elemento tangible que vincule a Gorriti con la comisión de un delito, ni tampoco ningún sustento de la necesidad de intervenir sus comunicaciones como única medida posible para el esclarecimiento de los hechos. Nadie podría meterse, por ejemplo, a nuestros correos electrónicos “para ver si encuentra algo”. Se requiere una justificación concreta, necesaria y proporcional para restringir nuestro derecho a la privacidad y secreto de las comunicaciones. Lo mismo sucede con un periodista, que, además, cuenta con el secreto de las fuentes periodísticas que forma parte de la libertad de prensa.
Siempre que alguien me hizo la pregunta con la que inicié esta columna he respondido con un contundente no. Un periodista preferiría ir a la cárcel antes que revelar sus fuentes, pero una sociedad democrática jamás lo permitiría.