En este curioso y persistente debate en torno a la ‘ideología de género’, hay algo que llama mucho la atención y es el uso que se hace de la palabra ‘ideología’. Porque, a decir verdad, no se entiende bien por qué una “ideología” tendría que ser algo malo. La palabra ‘ideología’ significa, en castellano, como dice el Diccionario de la Real Academia Española, un “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época”. Allí no hay nada de negativo o prejuicioso y por eso el término podría traducirse también como “concepción general” o “interpretación global” de algún problema.
Pero es obvio que quienes usan hoy en el debate nacional la expresión ‘ideología de género’ están queriendo decir algo negativo sobre la “ideología”. Al criticarla, están sosteniendo indirectamente que existe algo así como una falsa interpretación o una conciencia errónea sobre el problema. Una interpretación que, por pura lógica, se contrapone a otra, supuestamente verdadera o correcta. Aunque parezca paradójico, o hasta irónico, esa fue la definición que dio Marx de la palabra ‘ideología’. A él se debe que hagamos un uso negativo o peyorativo de la expresión.
Si hay una concepción falsa, eso quiere decir pues que hay también una correcta, pero es curiosamente sobre ella que no parece haber mucha necesidad de explicación. Es como si se diera por sentada u obviamente establecida. Eso, en realidad, contribuye a hacer de ella una verdadera “ideología” en el sentido peyorativo indicado.
Es habitual que los críticos de la ‘ideología de género’ se vean obligados a expresar por qué esa “ideología” es falsa. Pero es en ese momento que demuestran su mayor ingenuidad, o su mayor peligro, porque recurren a explicaciones estereotipadas –como un “orden natural”, o “la tradición nacional”, o una “doctrina religiosa”–, como si estas explicaciones no requiriesen igualmente de justificación o como si tuviesen una evidencia intrínseca –justamente lo que haría de ellas, en el sentido más estricto, el ser meramente “ideologías”–.
Es perfectamente legítimo, por supuesto, preguntarse cuáles son las interpretaciones correctas sobre la conducta moral y cómo diferenciar, tanto en el caso específico del género como en el de otros problemas éticos, entre una interpretación correcta y una falsa (“ideología”). Pero la corrección de una interpretación no puede restringirse a sostener que ella es la “habitual” o la “convencional” o la “que defiende mi religión”, porque eso equivaldría precisamente a hacer de ella una interpretación “ideológica”; es decir, basada en una creencia irracional compartida y carente de una verdadera justificación.
Eso explica también en cierto modo la cerrazón mental (“ideológica”) de los críticos de la ‘ideología de género’. Sobre el género, al igual que sobre muchos otros problemas sociales contemporáneos de dimensiones éticas –como la cultura, la raza, la libertad o la tolerancia–, se ha producido en las últimas décadas una discusión teórica muy rica, que analiza y cuestiona de muchas maneras los prejuicios que se dieron por válidos durante siglos y que contribuyeron a sustentar muchas formas de discriminación y de injusticias.
Esas reflexiones éticas han servido de inspiración de las reformas jurídicas y las convenciones internacionales que se han venido firmando en los últimos años. Desconocer sus aportes equivale simplemente a aferrarse a un fundamentalismo elemental que pretende hacer pasar los prejuicios éticos discriminatorios por verdades de la religión o la tradición.
Pero ni la tradición más genuina ni la religión bien entendida sirven para esos propósitos. Por el contrario, en ambas hay semillas de interrogación, principios éticos fundamentales, que conducen a cuestionar las injusticias tomadas por verdades. Ocurre particularmente en el cristianismo, que es una religión de la libertad y de la misericordia. No reconocerlo es exactamente validar lo que significa una “ideología” en el sentido negativo: una interpretación equivocada y, por lo mismo, inmoral de la realidad.